Una temporada en el hospital

hand_bionica_Relato
Por Javier Takara

Un quirófano en penumbra, varios cirujanos afanándose alrededor de una mesa de operaciones alumbrados por potentes luces, el sonido del pulso en un monitor de señales vitales, mientras una voz en off dice:
“Javier Takara, operario de prensa, su vida está en peligro: lo reconstruiremos. Poseemos la tecnología para convertirlo en un organismo cibernético, poderoso, superdotado…”

EL HOMBRE NUCLEAR (El hombre de los 6 millones… de yenes)
(♫ ta-ta ta-tá ♫ ta-ta ta-tá ♫ ta-ta ta-tá ♫)

Como la mayoría de las personas que me conoce sabe, hace poco más de un año sufrí un accidente en el que perdí la mano izquierda. ¿Que cómo ocurrió? Fue por meter la mano donde no debía. Estaba con mi chica de vacaciones en Roma (que es justamente como se tituló en español la película “Roman Holiday”, con Gregory Peck y Audrey Hepburn, mi actriz favorita), cuando, después de las visitas obligadas al Colosseo y al Foro Romano, y de comer un penne alla puttanesca y un calzone en una trattoria de barrio llamada “La morte lenta”, donde un grupo de musculosos, hirsutos y sudorosos camioneros, haciendo gala de la proverbial galantería italiana, se dedicaron durante toda la comida a piropear a mi chica (no pudiendo renegar de mi savoir faire, yo los dejé hacer, condescendiente, sabedor de que la inclinación a rendir homenaje a la belleza femenina es un rasgo congénito en los macarronis y también alertado por mi instinto de supervivencia ya que todos los camioneros eran más o menos como Luca Brasi o Bud Spencer y yo en cambio soy como Charles Atlas pero antes de que inventara su método “Tensión Dinámica”, cuando todavía era un alfeñique de 44 kilos), y de donde salimos algo achispados después de beber unas copas de Chianti y muy perfumados por el sutil aroma del Parmigiano Reggiano, llegamos casi sin querer a la basílica de Santa María in Cosmedin, donde se encuentra la famosa Bocca de la Verità (La Boca de la Verdad). Como todos saben, la leyenda dice que si un mentiroso mete su mano en ella, la boca se cierra cercenándosela. Quise emular la broma que Gregory Peck le hace a Audrey en la película y, aunque debo reconocer que no todo lo que digo lo podría afirmar con la misma seguridad si lo hiciera con la mano puesta sobre los Santos Evangelios pero que, al mismo tiempo, tampoco-tampoco soy Alan García, metí la mano con confianza y, cuando la volví a sacar-es decir, cuando volví a sacar el brazo, porque mano ya no tenía-, mi chica, que también había visto la película, fingió asustarse y luego se mató de la risa-los demás turistas que esperaban detrás de nosotros también rieron-celebrando mi supuesta broma. Hasta yo me reí. Sólo cuando busqué mi mano en la manga vacía y no la encontré, comprendí que la leyenda era cierta: había perdido la mano. Me desmayé de la impresión y ya no recuperé el conocimiento hasta que regresamos a Japón. Lo peor de todo fue que no disfruté del vuelo en primera que la JAL, debido a mi estado, había tenido la gentileza de canjearnos por nuestros pasajes económicos.

Después de más de un año de paciente espera, durante el cual he hecho todo lo posible por rescatar el lado positivo de mi situación (entre otras cosas, por ejemplo, la de no verme obligado a aplaudir ciertos espectáculos por cortesía o que el filo del cortaúñas me dure más que antes) y de más de dos meses de arduo entrenamiento en el hospital, durante el cual me he visto obligado a hacer cosas tan absurdas como conseguir agarrar un huevo sin romperlo después de más de 1500 intentos (motivo por el cual todos los pacientes del hospital-hasta los que tenían el colesterol alto-comimos omelette en el desayuno, el almuerzo y la comida durante tres días) o lograr hacerme el nudo de la corbata después de haber estado varias veces a punto de ahorcarme con ella durante las tentativas (algo que nunca había hecho ni cuando tenía dos manos en mis 49 años de vida, ni siquiera las tres únicas veces que me puse terno: el baile de graduación del colegio, el quinceañero de mi sobrina y el velorio de un compañero de promoción, ocasiones en que mi hermana o mi chica lo hicieron por mí), por fin tengo mi mano biónica. No ha sido fácil. Especialmente, estas nueve semanas de entrenamiento. Aparte de vivir separado de mi chica, a la cual, hasta ese momento, yo había vivido pegado como una lapa (lo cual me había permitido-al menos, eso creía yo-superar mi miedo a la oscuridad-miedo que volvería recrudecido durante los días de mi internamiento obligándome a dormir con la lámpara de cabecera encendida con la excusa de que me quedaba leyendo hasta tarde), de verme obligado a levantarme a las seis de la mañana y tener que acostarme a las nueve de la noche (¡en pleno prime time!) y sin tener de consuelo siquiera la posibilidad de chequear mi Facebook (estaba tan aburrido que, para matar el tiempo, acometí una empresa equivalente a escalar el Everest por segunda vez: releí los 7 tomos de “À la recherche du temps perdu”); mi mayor sufrimiento lo causó la comida.

El primer mes aguanté estoicamente la espartana dieta del hospital: verduras hervidas, pechuga de pollo sancochada, okayu (arroz aguachento que en Japón les dan de comer a los enfermos equivalente a nuestra sopa de pollo) y un líquido incoloro, inodoro e insípido que, por su aspecto, al principio, pensando que era agua caliente, utilicé para enjuagarme los dedos después de comer pero que resultó ser consomé. Hasta que no pude más y un día, desesperado, bajé a la tienda del primer piso del hospital y, después de esperar que no hubiera ningún cliente por los alrededores, le pregunté solapadamente a la viejecilla que atendía si por casualidad no tenía un poco de sal. Contra toda esperanza, la vieja, después de mirar a uno y otro lado para cerciorarse de que no había nadie a la vista, me hizo una seña con la cabeza para que la siguiera y me llevó a la trastienda, donde luego de sacar dos maletas de un clóset, las puso sobre un camastro y las abrió. No lo podía creer: estaban llenas de frascos de especias, condimentos y saborizantes. Me pareció estar viviendo la escena del vendedor de armas de Taxi Driver. “¿Qué le parece esto?”, dijo alargándome un frasco. Era nada menos que sal de Uyuni. Y, como yo le había comentado en una ocasión que mis abuelos eran de Okinawa, me ofreció: “¿O quizás prefiere algo de la tierra de sus abuelos?”, al mismo tiempo que me entregaba otro frasco: era sal marina de Kumejima. “Si nació en sudamérica, es más que seguro que le gusta el picante”, especuló mostrándome un frasquito de una salsa de color rojo infierno hecha con habanero que picaba con sólo mirarla. Separando uno de los frascos de sal, uno de pimienta, un shouyu (salsa de soya), una mayonesa, una mostaza, un ketchup, una salsa de tabasco y una bolsita de furikake, (mezcla de algas, pescado seco, huevo y vegetales deshidratados y triturados con que los japoneses espolvorean el arroz blanco), le pregunté: “¿Cuánto por todo?”. Me pidió un precio exhorbitante, por lo menos diez veces más de lo que valía afuera, y, como pagué sin regatear, a la vieja pareció despertársele la codicia y, acordándose de que yo era peruano, me ofreció: “También puedo conseguirle rocoto molido, huacatay, ají amarillo, ají panca, ají limo congelado, culantro fresco, limones peruanos, siyau Kikko…” Pero yo ya tenía suficiente por el momento y armado con esos condimentos y sazonadores, subí contento a mi cuarto por las escaleras, porque no quería que me pescaran las enfermeras, dispuesto a enfrentarme a las comidas más insípidas y desabridas que me pusieran por delante. Pero no había contado con que aquella mañana había entrado a nuestro cuarto un nuevo paciente: Unchi-san (como lo apodaríamos después), hecho que se trajo abajo mis buenos propósitos. Yo no le había prestado atención hasta que a medio día trajeron el almuerzo y en el preciso momento en el que me estaba llevando el tenedor a la boca y me disponía a dar el primer bocado-mi plato parecía la colorinche paleta de un pintor por la cantidad de mayonesa, mostaza, ketchup y tabasco que me había echado-, mi nuevo vecino de cama, apretó el intercomunicador para llamar a las enfermeras y gritó:

—¡Unchi! —mientras un mal olor inconfundible empezaba a difundirse por toda la habitación.

Abatido, regresé el tenedor al plato y ya no pude comer. Es más, tuve que hacer un gran esfuerzo para no devolver lo que había desayunado. Pero Unchi-san sólo había empezado. Pronto nos dimos cuenta de que, aunque tenía como 100 años y apenas si comía, Unchi-san cagaba puntualmente cada media hora. Apenas resonaba su grito: “¡Unchi!” (¡Caca!), yo —el burro por delante— y los otros dos pacientes —apoyándose en sus muletas uno y subiéndose a toda prisa a su silla de ruedas el otro—, huíamos despavoridos a la sala de visitas en donde pronto llegamos a pasar más tiempo que en nuestro cuarto por la frecuencia con la que Unchi-san aliviaba sus intestinos. Y esto se repetía tanto de día como de noche. Hasta las enfermeras estaban hartas de tener que cambiarle el pañal y limpiarle el poto cada media hora. Vivir en este constante estado de alarma nos produjo una psicosis de guerra que nos quitó el apetito y que nos impedía dormir, pero el hospital sólo tomó cartas en el asunto (trasladando a Unchi-san a una habitación individual) cuando flacos, demacrados, pálidos y ojerosos, los otros dos pacientes y yo parecíamos ya sobrevivientes de Auschwitz.

Pero no todo fue sufrimiento y, aunque no pude vivir un romance con una de las enfermeras —al estilo de “Adiós a las armas”, una de mis fantasías más recurrentes—, sí llegué a tener un breve affaire con una de las pacientes, una perturbadora fuerza de la naturaleza que respondía al nombre de guerra de Shakira (su verdadero nombre nunca lo supe), y que, al igual que la cantante, era culombiana… perdón, quise decir, colombiana, pero estoy seguro de que comprenderán mi lapsus clavis si les digo que Shakira tenía un respingado trasero —indudablemente importado de África por sus ancestros— que, a pesar de lo aparatoso de su tamaño, parecía gritar: “Arriba, siempre arriba, hasta las estrellas…”, desafiando la fuerza de la gravedad y, al mismo tiempo, confirmando uno de los postulados de la ley de la gravitación universal (“a mayor masa mayor fuerza de atracción”), porque todos los hombres se sentían irremisiblemente atraídos por él. Era tan potona que, tomando como modelo el soneto del maestro Don Francisco de Quevedo y Villegas “A un hombre de gran nariz”, me provocó ensayar algunos versos:

Érase una mujer a un poto pegada
Érase una cola superlativa
Érase una altiva pera viva
Érase una rabadilla muy pronunciada
Érase un rompecalzón despiadado
Érase una apertura de interrogación
Érase una hipérbole de melocotón
Érase un pan francés muy hinchado
Érase de carne y hueso un polisson
Érase un trasero por Botero pintado
Érase una hembra toda jamón
Érase un final de espalda muy inflamado
Érase de una centaura la reencarnación
Érase un rabo infinito, exagerado

Por otro lado, no había que ser Sherlock Holmes —bastaba ver el provocativo desparpajo con el que se contoneaba por la vida, con su enmarañada melena rubia de oscuras raíces, su maquillaje exagerado y su descarada manera de vestirse— para deducir que cuando Shakira hablaba de su trabajo se refería sin duda al oficio más antiguo del mundo. Tampoco ella hacía nada por ocultarlo y se diría que hasta se enorgullecía de ello. El accidente laboral por el cual había ido a dar al hospital lo había sufrido al intentar independizarse trabajando por su cuenta. Su patrón, que legalmente era también su esposo —un yakuza de lentes oscuros y eterno cigarrillo en la comisura de los labios que venía a visitarla de vez en cuando—, para escarmentarla le había roto las piernas, pero cuando yo entré al hospital ya estaba terminando su terapia. Cuando con paso sensualmente indolente avanzaba por el largo corredor acompañada por el eco de sus tacones de aguja, más que un ejercicio de rehabilitación parecía que estaba “haciendo la calle” y a mí se me venía a la memoria la letra de “Pedro Navaja”:

“Como a tres cuadras de aquella esquina una mujer
va recorriendo la acera entera por quinta vez
y en un zaguán entra y se da un trago para olvidar
que el día está flojo y no hay clientes pa’ trabajar”

Apenas resonaban sus pasos en el pasillo, todos los varones entre los 15 y los 80 años que estuvieran en condiciones de caminar o de subir a una silla de ruedas salíamos en tropel para verla pasar desde la puerta de nuestros respectivos cuartos. En una ocasión quise poner a prueba mi fuerza de voluntad resistiéndome voluntariamente a volverme para verle el trasero y, cuando Shakira pasó y creí que ya lo había conseguido, de pronto, sin que pudiera evitarlo, mi cabeza giró de golpe 45 grados produciéndome una lesión en el esternocleidomastoideo que me tuvo observando el mundo en escorzo durante más de una semana. Como yo no fui el único caso de tortícolis fulminante ocasionada por el desbloqueo súbito e involuntario de la ansiedad visual reprimida y como la visión de su insinuante contoneo hacía que la presión arterial de muchos de nosotros sobrepasara los 200 (sobre todo, la mañana que salió a caminar vestida con lo que ella llamaba su pijama: un babydoll de gasa transparente a través del cual se traslucían hasta sus más íntimos pensamientos y que casi acaba felizmente con la vida de Unchi-san por infarto agudo de miocardio y eso que Unchi-san ya casi no veía —quiero aclarar que digo “felizmente” no porque deseara su muerte sino por la expresión de embobada felicidad que se le quedó grabada en el rostro al perder el conocimiento), le fue terminantemente prohibido a Shakira continuar con sus caminatas de rehabilitación en el corredor.

Solíamos encontrarnos muy temprano en el ventanal oriental de nuestro piso para ver la salida del sol y en las tardes en el ventanal occidental para ver el sunset al lado del monte Fuji. No éramos los únicos ni nos habíamos puesto de acuerdo y yo ni siquiera me atrevía a dirigirle la palabra. Gracias a mi cara de japonés-aunque mi chica dice que parezco filipino-, pude observarla solapadamente los primeros días. Empezamos a saludarnos y a conversar porque también nos encontrábamos en la lavandería automática del piso. Lavábamos nuestra ropa a la misma hora y yo siempre le cedía el turno —sólo había tres secadoras— para que ella secara su ropa primero. Apenas supo que yo era peruano, empezó a hacerme muchas preguntas sobre Machu Picchu y las Líneas de Nazca que yo respondía como podía. A veces nos quedábamos conversando hasta que ella acababa de secar su ropa y yo podía meter la mía. Lo que más la molestaba de estar internada era que apagaran las luces tan temprano:
—A esta hora yo recién empiezo a trabajar —se quejaba—. Y mira ahora: a las 9 en la cama, como una monja.

A pesar de que hablaba bastante bien el japonés, no veía televisión, tampoco le gustaba leer (le ofrecí prestarle libros) y parece que sus únicos pasatiempos eran chatear con sus compañeras de trabajo y escuchar música en su iPhone. Algo que sí extrañaba mucho eran sus traguitos:
—A veces tengo tanta sed que me dan ganas de tomarme mi colonia —bromeaba dejando escapar un suspiro.
Una tarde, en la que lavé mi ropa un poco más tarde de lo habitual, calculando que ya habían pasado los 40 minutos del lavado, con paso apresurado estaba yendo a pasar mi ropa a la secadora, cuando en la puerta de la lavandería me crucé con Shakira:
—No se preocupe: ya terminé de secar mi ropa —dijo sonriendo con coquetería. Y luego agregó guiñándome un ojo: “Meta rápido mientras está caliente”.

No vayan a creer que soy de aquellos que piensan que —como proclamaba un amigo del colegio—,“En tiempo de guerra, todo hueco es trinchera”, pero, por otra parte, tampoco soy de hielo y, debido seguramente al prolongado celibato, yo me encontraba en un estado que en mi adolescencia describíamos como “estar carretón” —expresión que usábamos en mi infancia para referirnos a un trompo que al bailar saltara mucho por tener la punta demasiado puntiaguda y que era todo lo contrario de “estar sedita”, que se decía cuando bailaba sin vibraciones por tener la punta bien roma— y aquella frase: “Meta rápido mientras está caliente” me enardeció más todavía. ¿La habría dicho con doble sentido? Y más aún cuando descubrí en la secadora todavía caliente que había dejado olvidado su calzón. ¿Olvidado? ¿No sería aquello más bien una señal? ¿Una insinuación? ¡Dios mío!, pensé. ¡Cómo cambian los tiempos! En la antigüedad, las doncellas dejaban caer un pañuelo perfumado para hacer saber a su pretendiente que aceptaban el cortejo. En cambio, ahora: ¡su calzón! ¿Estaría perfumado? Sin detenerme a pensar en lo que hacía, como un autómata, me lo llevé a la nariz, pero sólo olía al limpio olor del detergente. A pesar de la irresistible sensualidad que derramaba a su paso y de dárselas de femme fatale, a juzgar por el modelo y el tamaño de su calzón, Shakira debía ser en el fondo una muchacha muy pudorosa, porque, que su calzón fuera largo —debía llegarle casi hasta las rodillas— pasaba, pero que encima fuera bombacho, era algo increíble: nadie hubiera imaginado que una mujer como ella que, por su aspecto y ocupación, todo invitaba a pensar que usaba reducidos bikinis, diminutas tangas o milimétricos “hilos dentales”, se pusiera semejante calzón matapasión. Aún así, pasé la noche desvelado, sin poder conciliar el sueño, perturbado por el retintín de aquella frase invitadora (“Meta rápido mientras está caliente”) y por la presencia de aquel calzón junto a mi almohada. A pesar de no haber dormido casi nada, acudí puntual a nuestra tácita cita para ver la salida del sol, pero, aunque bromeó coquetamente con todos los presentes como siempre, no me dedicó una mirada especial ni me hizo ningún gesto cómplice, lo cual me dejó algo desconcertado.

El misterio se desveló unos minutos después, cuando por la megafonía del quinto piso, en el que estaba mi cuarto, rogaron encarecidamente devolver, a la persona que por error se lo hubiera llevado, el calzón de la señora Yamamoto, una viejita de más de 80 años que —me contaron luego las enfermeras cuando devolví el calzón— era la versión femenina de Unchi-san y que como, además, no le gustaba usar pañales, las enfermeras tenían que estar lavando constantemente sus calzones. Recién ahora me explicaba el tamaño y el anticuado modelo del calzón. “¡Y yo que lo había olido y casi puesto de funda de mi almohada!”, pensé con horror. Lo peor de todo fue que a partir de entonces las enfermeras empezaron a referirse jocosamente a mí como “El ladrón de ropa interior”. La voz corrió por el piso y todas las personas del sexo femenino (enfermas, enfermeras y hasta visitas) empezaron a rehuir mi presencia. Por supuesto que Shakira no volvió a acercarse más a mí ni a dirigirme la palabra.

En cuanto al entrenamiento mioeléctrico en sí, los primeros días fueron especialmente tediosos y aburridos. Con sendos electrodos adheridos a los músculos extensores y flexores de la muñeca en lo que me queda del antebrazo, se trataba de comprobar en una computadora si la electricidad irradiada por mis músculos residuales era suficiente para abrir y cerrar la mano mioeléctrica. El ejercicio consistía en imaginarme que aún tenía la mano que había perdido y doblar la muñeca que ya no tenía hacia afuera o hacia adentro para abrir o cerrar la mano respectivamente. El problema es que, a veces, uno tensa los dos músculos al mismo tiempo y la mano no responde y se queda abierta o permanece cerrada.

La terapeuta ocupacional que me tocó era especialmente estricta y no me perdonaba una. Cuando por fin, unos días después de que me hicieran un molde del muñón, me trajeron la prótesis provisional para el entrenamiento, armada de su cronómetro evaluaba cada una de mis acciones. La primera vez que, muy emocionado, me puse la prótesis, la terapeuta, para mostrarme el grado de habilidad que se esperaba debía llegar a alcanzar, me entregó un delantal y me ordenó que me lo pusiera. Tenía que atarlo a la espalda y, naturalmente, no pude; en cambio, conseguí atrapar mi dedo índice derecho y por la desesperación se me trabó la mano y ya no pude volver a abrirla hasta que el técnico protésico me rescató. Recién entonces la terapeuta me advirtió que el principal objetivo del entrenamiento era llegar a controlar la fuerza del agarre y que debía tener mucho cuidado y no jugar irresponsablemente con la mano o hacer bromas pesadas con ella, como dar apretones de mano o pellizcos pues podía ser peligroso, cosa que comprendí muy bien pues acababa de experimentarlo en carne propia (más de dos meses después, todavía tengo el dedo morado).

No quiero aburrirlos con la larga lista de las cosas que me vi obligado a hacer, pero, para que se hagan una idea, mencionaré algunas: tendí camas, colgué ropa a secar, la descolgué, planché, doblé y metí en un cajón, cocí el botón de una camisa (después de ensartar el hilo en la aguja), barrí, pasé la aspiradora, trapeé, lavé ollas, platos y cubiertos, repujé el colibrí de la Líneas de Nazca en una cartera de cuero, hice origami (y no una simple grulla sino una pelota de fútbol con 12 papelitos), jugué al Jenga (y le gané a la terapeuta), inflé la llanta de una bicicleta y la monté y el enfermero aprovechó para que también inflara las llantas de las 120 sillas de ruedas del hospital, y un sinfín de cosas que sería muy largo enumerar.

La única prueba que me negué rotundamente a realizar bajo ningún concepto, por el alto riesgo que implicaba, fue orinar. Cómo se notaba en la insistencia de la terapeuta para que hiciera la prueba que era mujer y por lo tanto incapaz de comprender que hasta el menos falocéntrico de los hombres prefería mil veces, aunque fuera para salvar su vida, que le extirparan primero el cerebro o el corazón antes que arriesgarse a sufrir algún daño en la parte de su cuerpo que lo define como tal. ¿No sería la famosa envidia del pene? Felizmente, pude resistir la presión de la terapeuta porque era una prueba opcional.

Recordando que yo había alardeado de ser un buen cocinero, la terapeuta me propuso como última actividad, antes de abandonar el hospital, que preparase algún plato típico del Perú. Recurriendo a la vieja de la tienda, le encargué que me consiguiera culantro molido, ají panca, ají amarillo, ají limo y queso fresco, y, para beber, una caja de Inca Kola. Había pensado ofrecerles un pequeño banquete con algunos de los platos más representativos de la gastronomía peruana: arroz con pollo, lomo saltado, papa a la huancaína, cebiche, papas rellenas y anticuchos, pero el día señalado la vieja me dijo que no había podido conseguir las cosas que le había encargado. ¿Y ahora? ¿Qué hacía? Agarrándola del pescuezo con la mano biónica, casi la ahorco. Con su último aliento, la vieja logró zafarse y me señaló una caja tratando de aplacar mi cólera. Era una caja de latas de Inca Kola, “La bebida de sabor nacional”, aunque estas las habían envasado en Estados Unidos. Bueno, al menos, tenía la bebida. Pero, ¿y la comida? No tenía los condimentos necesarios, pero ¿acaso no había sido yo uno de los mejores cocineros del Perú? ¿Acaso no era yo quien le había enseñado a Gustón a hacer su primer huevo frito? Calma, no pasaba nada, simplemente se trataba de adaptarse a las circunstancias y de reemplazar unos ingredientes por otros. Fui donde la terapeuta y le dije que saldría a comprar los ingredientes por la puerta falsa de la cocina del pabellón de rehabilitación y que no deseaba ser molestado ni quería miradas indiscretas merodeando por allí porque no deseaba que se divulgaran mis secretos culinarios celosamente guardados y transmitidos de generación en generación a lo largo de los años.

Sin embargo, una vez que llegué al supermercado más cercano al hospital, quedé desolado: lo único que encontré fue un diminuto atadito de culantro fresco que, a duras penas, si me alcanzaría para adornar el lomo saltado. ¿Qué hacer? Me dio un ataque de pánico y ya estaba a punto de salir corriendo y de darme a la fuga, cuando, en la sección de comidas preparadas, vi unas fuentecitas de doraikarē (dry curry, arroz amarillo verdoso sazonado con curry) y —como bien dicen los Nosequién y los Nosecuántos en su “Rap del chicle choncholí”: “pero tú sabes amiga cómo somos los peruanos si nos suena la barriga alguna cosa inventamos…”— se me prendió el foco de la viveza criolla. Tenía que prepararles comida peruana y no tenía los ingredientes necesarios, pero ¿acaso estos japoneses tenían la más mínima idea de lo que era la cocina peruana o habían probado jamás en su vida algún plato peruano? Sólo era cuestión de improvisar y prepararles algo que pareciera comida peruana, y, viendo la variedad de platos preparados que me rodeaban, se me ocurrió algo mejor. Tal vez, hasta me ahorraría el trabajo de cocinar. Compré doraikarē, korokke (croquetas de papa), un plato supuestamente alemán llamado jāmanpoteto (german potato, compuesto por papas sancochadas y tocino), shogayaki (plato japonés consistente en carne de chancho y cebolla aderezados con kión), sashimi (plato japonés hecho con pescado crudo), yakitori (las brochetas japonesas) de corazón de pollo, ensalada de lechuga, cebolla y tomate, huevos duros, un chisguete de pesto, una botellita de tabasco y otra de jugo de limón, un frasco de ajos molidos, una bolsa de pasas, un frasco de aceitunas, un camote asado, un choclo sancochado, un pimiento rojo y un tōfu, además de una botellita de vinagre, aceite, leche, sal, pimienta, comino y pimiento en polvo, y, en un Kentucky Fried Chicken que había no muy lejos de allí, varias presas de pollo y en el McDonald’s de al lado, unas hamburguesas y papas fritas.

Volví a entrar con mi olorosa y apetitosa carga por la puerta falsa de la cocina y rápidamente me puse a la obra. Primero vacié en una gran fuente los envases de arroz al curry y puse encima las presas de pollo del Kentucky después de haberles quitado la costra del rebozado y haberlas embadurnado con pesto (como dicen que “ta bien culantro pero no tanto”, mejor un poco de albahaca), lo adorné con unas tiritas de pimiento rojo y en menos de cinco minutos ya estaba listo el arroz con pollo. El lomo saltado lo hice mezclando el shogayaki con las papas fritas del McDonald’s más el tomate de la ensalada y lo adorné con las escasas hojitas de culantro fresco de que disponía (fresco es un decir, porque estaban ya medio marchitas). Luego, desmenucé las hamburguesas, les agregué pasas y aceitunas y huevo duro en trocitos y con esto rellené las croquetas de papa que se convirtieron automáticamente en unas deliciosas papas rellenas. El cebiche lo hice cortando en trozos más pequeños el pescado crudo del sashimi y agregándole la cebolla de la ensalada y rociándolo todo con jugo de limón, una pizca de ajos molidos y un chorrito de salsa tabasco y sirviéndolo sobre unas hojas de lechuga de la ensalada y acompañándolo con el choclo sancochado y el camote asado. Los yakitoris de corazón los enjuagué para quitarles el sabor dulzón del teriyaki y los dejé macerando durante una hora en una mezcla de ajos molidos, sal, pimienta, comino, vinagre y, a falta de ají panca, pimiento rojo en polvo; luego de lo cual los calenté directamente en la hornilla de la cocina eléctrica, provocando mucho humo y un amago de incendio y llenando los 9 pisos del hospital con el provocativo olor de los anticuchos. Las papas para la papa a la huancaína las saqué del german potato, pero la salsa sí la tuve que hacer, aunque, como no había conseguido queso fresco, no tuve más remedio que hacerla con tōfu (queso de soya) y, como tampoco tenía ají amarillo, utilicé salsa tabasco y adorné la fuente con las últimas hojas de lechuga de la ensalada, los huevos duros que quedaban cortados en rodajas y el resto de las aceitunas (a pesar del tabasco, la salsa me había quedado bastante paliducha y, como no tenía a la mano un poco de palillo para solucionarlo, me traje un pomito de témpera del taller de artesanía y manualidades y, echándome el alma a la espalda, lo vacié en la licuadora: el color quedó perfecto y apenas si se sentía el sabor de la pintura al probarla; eso sí, la lengua te quedaba de color amarillo patito).

Debo decir, no sin cierto orgullo, que el banquete fue todo un éxito. Todos quedaron impresionados por la diversidad de sabores, la variedad de texturas y el delicioso exotismo de la cocina peruana. La Inca Kola que, al principio, habían mirado con desconfianza y que probaron con cierta reticencia por ser una bebida gaseosa-en un ambiente en el cual todos estaban acostumbrados a beber sólo bebidas sanas como jugos de fruta o infusiones- tuvo luego una gran acogida cuando les expliqué que estaba hecha de hierba luisa, aunque también pudo haber contribuido a su rápida aceptación el hecho de que, habiéndoseme pasado un poco la mano con el tabasco, después de probar el cebiche, todos parecieran tragafuegos. El único incidente que puso en peligro el éxito del ágape ocurrió cuando uno de los pacientes, un claro caso de demencia senil, al que felizmente nadie prestó atención, afirmó: “Todo esto se parece a las comidas preparadas que venden en cualquier supermercado”. Sin embargo, el mayor apuro lo pasé al final de la comida cuando el médico jefe, a quienes todos veneraban como si fuera el chamán de la tribu y que se las daba de gourmet, me dijo que el fin de semana pasado había ido a comer a un restaurante peruano en Tokio llamado “¡Qué poca!” (donde, efectivamente —según me han dicho— parece que juegan a la comidita) y que, aunque los nombres de los platos que allí había probado coincidían con los de los que yo les había ofrecido, los sabores diferían completamente. No me quedó más remedio que darle una clase magistral de lo que es la cocina fusión, para luego pasar a describirle la actual tendencia a la estilización de los platos tradicionales perpetrada por los grandes chefs de moda y finalmente explicarle cómo todos los restaurantes peruanos en el extranjero por razones comerciales trataban de adaptarse al paladar nativo pervirtiendo el auténtico, el verídico, autóctono y salvaje sabor de nuestros ancestrales platos y que sólo perpetuaban los cocineros como yo que respetábamos y seguíamos al pie de la letra las recetas de la abuela, explicación con la cual el doctor pareció quedar satisfecho y tal vez, al mismo tiempo, con la sensación de haber sido estafado y haber pagado de más en el mencionado restaurante.

El último día, el doctor se me acercó sonriente y, tendiéndome la mano (algo inusual en un japonés), me dijo:
—Ha pasado usted todas las pruebas: ¡lo felicito!
Y estaba a punto de darme el apretón de manos cuando apareció la aguafiestas de mi terapeuta agitando un papel:
—¡Nos habíamos olvidado de la prueba del delantal!

Tragando saliva, maldije para mis adentros. De aquella prueba dependía que el seguro de accidentes laborales aprobara o no el pago de mi prótesis; si fallaba, no recibiría la mano biónica. Pero después de una tensa espera mientras me concentraba y contra todo pronóstico, logré hacer el nudo y todos los que me rodeaban me aplaudieron y me abrazaron y yo me sentí como si hubiera ganado la Champions y estuviera levantando “la orejona” bajo una lluvia de confeti mientras sonaba “We are the champions”.

Entre tanto, la terapeuta que, después de todo, también tenía su corazoncito, había logrado contactarse con mi chica —que no había podido ir al hospital— y, al descubrir su rostro sonriente en la tableta, me pareció que estaba viviendo la escena final de Rocky 2 y creo que hasta podía oír la banda sonora. Levantando mi mano biónica y mostrándole el nudo del delantal a mi espalda, grité eufórico:
—¡Mira, Chica! ¡Lo he conseguido!
Ella, muy emocionada y con lágrimas de felicidad en los ojos, me respondió:
-¡Te quiero! ¡Te quiero!

La mayoría de mis conocidos no se explica por qué he estado internado tanto tiempo. “¡Más de dos meses para ponerte una prótesis!”, se extrañan cuando se los cuento.

La verdad es que el entrenamiento duraba apenas un par de semanas, pero tuve un pequeño contratiempo que prolongó mi estadía en el hospital más allá de lo previsto: al término de la segunda semana, cuando ya me iban a dar de alta, estaba ya tan acostumbrado a la prótesis que, una mañana, aún soñoliento, irreflexibamente, me llevé la mano biónica allá abajo para acomodármela y, aunque después de los 1500 huevos rotos ya me consideraba todo un experto agarrahuevos —a veces, como creo haber mencionado ya, uno no mide bien la fuerza del agarre—, y, para no entrar en detalles escabrosos, diré solamente que se me pasó un poco la mano y por eso ahora la mano izquierda no es lo único biónico que poseo. Bueno, supongo que ahora comprenderán por qué aquello de “superdotado”.


Este relato fue publicado en la revista Kantō, número 10, pp. 36 – 45.

(Publicado originalmente el 22 de marzo de 2105 en: http://bit.ly/29JgmY1)
Javier Takara es autor de “El bloc de Javier Takara”
http://elblocdejaviertakara.blogspot.jp/

Autor: Colaborador

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