Las preguntas grises

No tengo costumbre de llevar un diario o de escribir esas cosas que se te ocurren y que encierran la idea del millón; pero, esta vez, creo que sí necesito ordenar la azotea, necesito tener la película completa, antes de que se esfume; necesito poner en blanco y negro esta algaraza de sentires, este vértigo, que como una melaza caliente me recorre el pecho, me embota y me agita.

Gustavo_palabras

Relato
Por Gustavo Yonamine Nakasa

Japón. No estaba en mis planes. Gracias al Viejo, no tuve que dejar una carrera inconclusa. Pude acabar la universidad, porque la carga pesada se la puso al hombro él, porque él jaló el carro para adelante, porque él dijo siempre sí, pero al costo de tanta ausencia. Por eso, tuve que venir. Japón se tragó a mi Viejo, y tenía que venirlo a buscar.

Porque no entendía qué oscuras razones pudieron arrastrar hasta la indiferencia al padre más amoroso y alegre, que aún en sus sermones más severos, que aún en sus arranques de justificada cólera, no podía ocultar su sabia ternura de viejo entrañable. No entendía qué retorcidas causas y azares pudieron haber extraviado ese corazón noble y generoso, que me nutrió de cosas sencillas, de cosas buenas y verdaderas. Nunca lo pude entender.

Estas preguntas grises siempre acompañaron las puntuales remesas que llegaban desde aquí, desde este, en aquel entonces, lejano Japón, que se llevó a mi padre, a mi más querido cómplice, y me lo devolvía —mutilado, parcial— en un fajo de billetes que, infaltable, nos ayudaba todos los meses. Estas preguntas grises siempre me acosaron, a pesar de lo que me decía Hiroko, mi madre, la Negra, que con su proverbial sentido práctico trataba de tranquilizarme con aquello de “no te preocupes por el Viejo, estará ocupado, pues; no te olvides que trabaja duro para enviarnos ese dinero ¿no?”. Pero yo no entendía por qué de las cálidas, de las invariablemente efusivas primeras cartas habíamos pasado, sin saber cómo, a unas misivas avaras, telegráficas, cada vez más esporádicas y teñidas del mismo cariño, pero mustio, triste. Fueron tal vez esas preguntas las que me empujaron a venir; preguntas que sólo en Japón iba a poder resolver, buscando a ese Viejo por donde quiera diablos se hubiera metido y exigiéndole respuestas por ese silencio que ni él ni yo merecíamos.

Sólo tenía una por dónde empezar. Sólo tenía la dirección de la tía Masa, quien era la única que podía saber algo de él. Cuando abrió la puerta de su pequeño departamento, allí me di cuenta de que las cosas no andaban funcionando bien. Quien me recibió no fue la tía Masa, la tía loca que toda la vida me hizo sentir uno más de entre sus hijos, no fue la más jodidamente alegre de todas las hermanas del Viejo. No, me recibió una tía Masa pálida y muda, más asustada que sorprendida, como si en lugar de verme hubiese visto algún alma en pena. «Tía, ¿no me reconoces?», le dije, y ella me abrazó y en sollozos me respondió: «Sí, hijito, perdóname, es la emoción de verte, muchacho». Después de explicarle que no estaba por aquí por motivos de trabajo —«si sabemos que tú estás mejor que toditos nosotros, hijito, para qué Japón»—, la abordé con la pregunta que, desde que pisé el umbral de la entrada de su casa, quería rogarle: «¿Dónde está?».

Me dio muchas vueltas y evasivas —que no hablaba con él desde hace tiempo, que no sabía bien dónde estaba, que yo entendía que nunca se había llevado muy bien con mi mamá y que tal vez por eso ya había rehecho su vida— pero, finalmente, le arranqué su paradero convenciéndola de que ella no podía ser una más, de que era injusto que ella, mi querida tía loca, sea —como mi madre, la Negra— otra de las personas que de forma tan tranquila asumieron que todo esto se acabó. Al despedirme, le di las gracias por todo lo que recibí de ella y por todo lo que iba a venir, no sabía si bueno o malo, pero igual se lo agradecí. La dejé sumida en llanto cuando salí casi corriendo para alcanzar el tren que me iba a llevar a la verdad.

Yokohama, Tsurumi. El taxi que tomé en la estación me dejó frente a un gastado edificio de dos plantas, en el que las lavadoras y los cachivaches amontonados en el pasadizo hacían penosa la tarea de llegar al fondo del corredor. Era un manojo de nervios, un amasijo de sentimientos encontrados: tenía miedo, rabia, ansias de verlo y, en el pecho, un tum tum desbocado que hubiera hecho innecesario el timbrazo con el que llamé a la puerta. Me recibió una dama, relativamente joven, que no llegaba a los cuarenta, y que sin demora me invitó a pasar. Estuve esperando de pie en la pequeña cocina-comedor, cuando se abrió una puerta corrediza y apareció frente a mí.

No fue nada más verlo para que toda la bronca y el rencor que me habían envenenado estos últimos años, se fueran, y dieran paso a una sensación de alivio y de paz que sólo se interrumpió al fundirnos en un abrazo que vencía todas las distancias, todos los silencios y que restañaba todas las heridas que provocó una ausencia demasiado parecida al olvido.

Después de varias cervezas y estando muy avanzada la noche, solamente atiné a decirle: «¿Qué pasó, Viejo? ¿Por qué? Y no me vengas con que la vida es así, con que los sentimientos se enfrían, con aquello de que la distancia lo corrompe todo. No me vengas con esas cojudeces porque tú no eres así, porque tú eres mi viejo, el que me enseñó lo mejor, lo correcto, lo bueno. El que siempre se dio tiempo para mostrarme lo bello de tener un cómplice. El mejor amigo. No me vengas con esas cojudeces. No me decepciones. Dime sólo la verdad, la que sea».

Lloró. Me dijo que lo perdonara y me pidió que lo comprendiera. Que el golpe fue destructor, atroz, la peor broma que le jugó la vida. Que la pena fue casi de muerte. Que fue por Tamiko, su actual compañera, y por sus deseos de ser madre, que se enteró de que había vivido tantos años en la mentira y la traición. Que fue porque pasaba el tiempo y Tamiko no concebía. Que los exámenes arrojaron el resultado menos esperado. Que ella no era la del problema. Era él, desde siempre, no sobrevenido, congénito.

Dentro de algunos minutos, estaré volando de regreso a Lima. Y ya no queda mucho que decir en estos apuntes, que se han alargado demasiado. Dejé al Viejo en Yokohama, y le pedí a Tamiko que me lo cuidara. Porque, por encima de todo, porque a pesar de todo, él siempre será mi padre. Ahora, más que nunca, mi Viejo, mi más querido cómplice. Llegué, vine hasta el Japón, pero las preguntas grises no desaparecieron. Mutantes, robustas, se han hecho terribles. Sólo espero que alguien, con algún proverbial sentido práctico, me ayude a enterrarlas uno de estos días. Malditas preguntas grises que se han hecho dueñas de mi pasado. Malditas preguntas grises que me han cambiado la vida. ▲

© Gustavo Yonamine Nakasa

Autor: Colaborador

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