EL PRECIO

Ficción

Por Héctor Adaniya

Estaba tomando un trago en el “Sloppy Joe’s”, el famoso bar de Key West a donde había ido siguiendo las huellas de Hemingway después de haber estado unos días en Miami, cuando apareció la muchacha: joven, alta y esbelta, tenía una cara de estrella de cine y un cuerpo tan sexy que parecía una modelo de Playboy, pero por el exceso de rímel, la escasez de ropa —llevaba puesto un vestido rojo de algodón tan ceñido que se le pegaba al cuerpo como si estuviera mojado y tan corto, además, que se le veían las nalgas—, y la descarada manera de contonearse, se notaba que era una puta en busca de clientes. Con sus largas y bronceadas piernas de finos tobillos y el pelo amarrado en una cola en lo alto de la cabeza, se abrió paso entre las mesas haciendo equilibrio sobre sus tacones de aguja y meneando su alto trasero como si fuera una yegua en celo mientras lanzaba insinuantes miradas a uno y otro lado. Parecía disfrutar con el revuelo que la visión de sus tetas redondas y turgentes como dos globos llenos de agua levantaba entre los varones presentes, la mayoría hombres de mediana edad procedentes de todas partes del mundo, quienes, al verla, seguramente lamentaron estar acompañados de sus esposas e hijos y que me miraron con envidia cuando vieron que la muchacha se dirigía a mi mesa.

—Hola, amigo —dijo—. ¿Me invitas un trago?

Me bastó verla para saber que no sólo iba a invitarle el trago que me pedía sino que no iba a ser capaz de negarle absolutamente nada. Lo peor de todo es que ella también parecía saberlo, porque, antes de que le respondiera, ya estaba sentada frente a mí mirándome fijamente con sus grandes ojos negros llenos de promesas. Debí haberme quedado con la boca abierta, porque la chica me preguntó si no entendía inglés.

—No importa —dijo, sin darme tiempo para responder―. Yo sé algo de japonés. Mira, tomodachi, okane, arigatō, sayōnara.

Recurriendo a mis rudimentarios conocimientos de inglés, le dije que lamentaba decepcionarla, pero que yo no era japonés.

—Ya sé —adivinó―. Eres latino.

―Peruano ―reconocí, experimentando una mezcla de orgullo y de vergüenza.

―¿Y esa cara? —dijo ella.

Le dije que mis abuelos habían sido japoneses, que hacía más de cincuenta años habían emigrado al Perú.

―No me importa de dónde seas —dijo ella―. Siempre que puedas pagarme un trago y que te gusten las mujeres. Por la forma cómo me miras no pongo en duda lo segundo, pero de lo primero…

―Tengo cien mil dólares ―dije.

―Entonces yo soy Madonna ―se burló ella.

Saqué mi libreta de ahorros, que siempre llevaba conmigo, porque me hacía sentir más seguro de mí mismo, y se la mostré.

―¡Dios mío! ―exclamó, abriendo mucho los ojos―. ¿Has asaltado un banco?

―Cállate ―dije, poniéndome el dedo índice sobre los labios mientras miraba a uno y otro lado aparentando estar asustado―. Me persigue la policía.

―Así que del Perú ―dijo ella, sin hacer caso de mi broma―. Perú ―suspiró―, Machu Picchu, Las líneas de Nazca, ¡la coca!

Me dijo que había conocido muchos peruanos, pero que yo era el primero que era descendiente de japoneses y el único que tenía dinero.

―¿No serás narcotraficante? ―me preguntó.

A mí me daba vergüenza confesarle que ni siquiera había probado cocaína.

―¿Sabes quién es Alberto Fujimori? ―le pregunté.

―Sí―contestó inmediatamente―. Es el presidente del Perú. También él es descendiente de japoneses, ¿no?

―Yo soy su hijo ―dije en el tono más solemne que pude.

Ella se rió a carcajadas.

Iba a pedir un par de tragos más, pero Loly, acercando su silla a la mía, me dijo que por qué, en vez de seguir perdiendo el tiempo de aquella manera, no nos íbamos de una vez a mi hotel.

―Yo te puedo hacer feliz ―me susurró pegando su cuerpo al mío. Sentí su aliento tibio sobre mi cara, el perfume afrodisíaco de su cuerpo, su mano ávida acariciándome el sexo―. Muy feliz.

Después de darme un largo beso, me miró a los ojos como para calcular el tamaño de mi deseo y agregó:

―Pero te advierto que te va a costar caro ―su mirada me asustó un poco―. Muy caro.

A esas alturas, yo estaba dispuesto a pagar el precio que fuera. “Total”, pensé, “por las puras no me había matado trabajando durante cinco años en Japón”.

―Estoy dispuesto a venderle mi alma al diablo si es necesario.

Ella lanzó una carcajada, me llamó loco y volvió a besarme.

En el hotel, después de bebernos una botella de champán y bailar al ritmo de una música lenta y sensual, nos fuimos a la cama, donde Loly me hizo gozar como nunca antes nadie lo había hecho.

Mientras fumábamos echados en la cama, le pedí que me contara algo de su vida. Ella se rehusó aduciendo de que se trataba de una historia larga y aburrida. Pero luego, ante mi insistencia, me la resumió en dos palabras.

Me dijo que había nacido en un pueblito perdido de Texas, que sus abuelos habían sido mexicanos, que su verdadero nombre era Dolores, Lola, pero que todo el mundo la llamaba Loly, que a los quince años se había escapado de su casa para conocer California, que poco después, haciendo autostop, tres hombres la habían violado en la carretera, que había quedado embarazada, que había abortado, que luego se enamoró de un hombre que primero la hizo desnudarse en shows de strip tease, después trabajar en películas pornográficas y que finalmente la prostituyó, al que, felizmente, había matado, que había tomado toda clase de drogas, que había intentado suicidarse varias veces y que, desde hacía algunos meses, se acostaba con un hombre distinto cada noche.

Cuando le pregunté por qué lo hacía, me respondió, sonriendo maliciosamente, que era una especie de venganza.

―Veo que tu vida ha sido muy dura ―comenté, arrepentido de haberla interrogado.

―Yo ya lo he probado todo ―dijo sin vacilar.

Me apenaba mucho ver a aquella mujer tan joven y bonita empeñarse con tanto afán en su propia destrucción. Pero, ¿acaso podía yo ayudarla?

Dejándome llevar por un impulso, sin detenerme a pensarlo bien, le propuse que abandonara todo y que se fuera conmigo al Perú.

Su rostro pareció iluminarse por un momento, pero luego se puso aún más sombrío.

―No ―dijo, reprimiendo el llanto―. Para mí, ya es demasiado tarde.

Pero luego hizo un esfuerzo por sonreír.

―Eres muy bueno ―dijo, dándome un beso en la frente―. Ojalá nunca te hubiera conocido.

En ese momento no entendí por qué había dicho eso.

Quedamos en que al día siguiente me acompañaría a hacer algunas compras y que, a cambio, yo le regalaría lo que quisiese.

Poco después, me quedé dormido con la satisfacción de quien ha visto hacerse realidad una antigua fantasía.

Todavía estaba medio dormido cuando estiré el brazo buscando el cuerpo tibio de Loly y me di con la sorpresa de que ya no estaba. Lo primero que pensé fue que había sido víctima de un robo. De un salto, me puse de pie. Revisé desesperadamente los bolsillos de mi saco, los de mis pantalones, la billetera, las maletas. Sin embargo, todo parecía estar completo. Agitado por el repentino esfuerzo, me senté a descansar sobre la cama. Aunque me parecía muy extraño que Loly hubiera desaparecido así, sin despedirse y, más extraño aún, sin haberme cobrado nada ―¿acaso no era una puta?―, no tenía ganas de especular. Estaba cansado y me dolía un poco la cabeza. Por un momento, pensé en volver a acostarme, pero luego cambié de idea y me dije que, ya que me había levantado, lo mejor era permanecer despierto. Decidí ducharme: el agua fría me refrescaría.

Desde la puerta del baño, vi algo escrito en el espejo que había sobre el lavatorio. Me acerqué hacia él con la seguridad de que se trataba de un mensaje de Loly en el que me explicaba el motivo de su extraña desaparición.

Sin embargo, cuando pude leer lo que decía, sentí que estaba a punto de desmayarme. Miré mi sexo buscando inútilmente la confirmación de mi desgracia. No sé cuánto tiempo estuve allí, temblando frente al espejo, sin poder aceptar el significado de aquellas palabras.

El mensaje, escrito con lápiz labial rojo, decía:

“Welcome to the World of AIDS”.

Autor: Héctor Adaniya

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2 Comentarios

  1. Hay muchas bende cidas que deambulan por las calles… buscando a quien bende cida

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    • Buen juego de palabras, saludos y gracias por leernos.

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