Y YOKOHAMA FUE EL PERÚ
A 15 años de aquella “Copa Kirin”
Y YOKOHAMA FUE EL PERÚ
TEXTO Y FOTOS: EDUARDO AZATO SHIMABUKURO
En un mes tan futbolero, una crónica recordando el acontecimiento que congregó a la mayor cantidad de peruanos en este país, cuya presencia cumple ya un cuarto de siglo en el Japón. El primer Perú – Japón de la historia, celebrado conmemorando el “Centenario de la Inmigración Japonesa al Perú”, contado al ras de la cancha.
El fútbol, ese juego capaz de encender enardecidos amores, como también odios intensos, fue el pretexto para que aquel seis de junio de 1999, se produzca la mayor reunión de peruanos en algún evento realizado en estas tierras.
Sorprendentemente, la federación japonesa de la disciplina invitó al entonces joven seleccionado peruano a participar de la Copa Kirin, un tradicional triangular en el que también tomaron parte los representativos de Bélgica, y Japón, como dueño de casa.
Y los primeros sorprendidos aquella vez fuimos los propios peruanos, tan aficionados al fútbol, como conscientes de la ya crónica crisis que envuelve a todo este deporte desde hace décadas, traducida en la ausencia de Perú en la mayor de todas las lides, el Mundial de Fútbol, que otra vez veremos resignados, por la tele en pantalla plana, transmisión digital y “high definition”. Casi como ver a través de la ventana, las incidencias de una fiesta a la que no fuimos invitados.
Y aquella vez en Yokohama hasta “co-campeonamos”, si cabe el término. Al final, empataríamos en todo con Bélgica, y se debió hacer una copia del trofeo. O sea, la alegría de los peruanos, tan faltos de galardones futbolísticos, tuvo la mejor recompensa para quienes estuvieron en el estadio.
Desde la Copa América del 75 no se ganaba ni torneo de “yankempó”, y las nuevas generaciones ya estaba dudando de la veracidad de lo que algunos adultos nostálgicos le contamos sobre la historia gloriosa —que un día fue— del fútbol peruano.
Todo tan lejano y viejo como el contenido de un libro de Historia. Con mucho de mito y leyenda urbana también. Que Hitler nos robó una medalla en las Olimpiadas de Berlín del 36; que en México 70 salimos octavos; que ya vienen los goles de Cubillas, uno de los máximos goleadores en Mundiales; que Perú “Tierra de Arqueros”; que teníamos uno de los mejores mediocampos de Argentina 78; que casi clasificamos a México 86, y que casi lo hacemos también a Francia 98. Y así, una variedad de “casis” que, casi también, nos harían parecer como unos grandes mentirosos. Y ello porque los chicos nunca vieron un trofeo en manos de nuestros futbolistas. Hasta esa tarde en Yokohama.
DIOS ES JAPONÉS
Una victoria la tarde del domingo 6 hubiera sido fenomenal. Pero no se produjo porque Dios no quiso. Y, esa tarde, Él decidió ser japonés.
Así como lo leen. No trujillano, como cantaba en el tondero doña Jesús Vásquez, y como todos los peruanos creíamos. Estuvo fenomenal el golero Narazaki aquella tarde, y no dejó entrar la andanada de disparos al arco que en veinte minutos salieron de los pies de nuestros muchachos. Hizo estrellar dos balonazos en los verticales. Eso fue abusivo, Señor, si jugábamos tan bien.
Casi —otra vez— levantamos solitos el trofeo. Casi se arma la “jarana” en Yokohama. Casi nuestra alegría se hizo completa. Faltó un tanto así. No importa si es Alemania, Japón, o el Racing Onceamigos —con el que jugamos partidos de “solteros contra casados”—, la hinchada necesitaba de ver ganar a su selección, que se salga algunas veces del libreto de perdedor. Que le ganen a quien sea.
LA FIESTA DE LAS TRIBUNAS
Todos estuvieron allí. Los del Alianza, los de la U, Boys y Cristal. Hasta alguno del Aurich con camiseta y todo. Chiclayano, presumo. Juntos, los acérrimos adversarios de cada final de semana en el torneo peruano, cantando las arengas. Saltando, “porque si no, eres japonés”.
Vomitando el estrés de las intensas jornadas en la fábrica, gritando todo ese coraje que vivía encerrado, en un país acostumbrado al silencio. Entregando su alegría contenida, quien sabe, por años. Viendo en cada regate del “Chorri”, en cada avanzada de Pizarro, una venganza personal, escondida, hacia todo lo que lo hace infeliz en estas tierras. En cada “planchazo” de Jayito iba también simbolizada una reacción contra su jefe que constantemente lo regaña, el vecino japonés que lo discrimina, la cajera del mercado que no entiende lo que él quiere decir. El partido sacó a relucir también esos sentimientos ocultos, reprimidos durante mucho tiempo.
Extrañamos al tío que vende “marihuana dulce” en Occidente del Nacional. El caótico panorama característico de nuestros estadios, los caballos de la policía en las puertas de entrada. La confusión, el maní de la “granja” de Cubillas, la incakola con agua. Todos, elementos que nos trajeron el recuerdo de algunas tardes de fútbol en Lima.
El estadio de Yokohama, recién estrenado, y “repletado” esa tarde por 60 mil personas, era todo lo contrario. Un recinto construido con tecnología de punta, muy limpio, todo muy organizado; con manual de instrucciones hasta para los periodistas sobre el qué hacer y no hacer durante la cobertura. Si parecía que ingresábamos a un teatro para ver una pieza de ópera.
Todo esto en un país que entiende el fútbol como lo que realmente es: un deporte, una forma de entretenimiento. No como una pasión, que, en su forma más miserable, se usa como pretexto para desencadenar atrocidades. Ellos no lo viven así, de modo que les cuesta entenderlo, y quizás por ello no hay excesos, no hay mixtura de sentimientos.
Hasta que llegaron el bullicio y la alegría peruanos. Y ahí la fiesta se desató.
Este equipo tenía todo el Perú dentro. El zambito, el cholito, el gringuito y el chinito. Esa mezcla de razas que hacen nuestra nacionalidad y que en algunos sectores tanto cuesta reconocer.
Igual que en la tribuna. ¿Cinco mil, seis mil? Como que los hinchas peruanos también estaban jugando ese día. Llegaron de distintos puntos del Japón, muy temprano. Los hubo hasta de Yamagata, al norte del Japón.
Desde que entraron por Oriente, casi en el límite con Popular Sur —donde se apostó el grupo más numeroso— no pararon de gritar y saltar como poseídos. Hasta se escucharon las notas del alegre “Perú Campeón” en el intermedio, irradiado por un equipo de sonido casero que quién sabe cómo habrán hecho ingresar. Fue la nota pintoresca de la tarde y los colegas japoneses se encargarían de hacerlo notar en sus reportes, resaltando la anécdota.
Quince años después, solo es un bonito recuerdo. Aquel lunes, seguramente miles fueron a iniciar la semana laboral con la mejor de sus sonrisas. Valió la pena. ♦
Publicado en la edición 5 de la Revista Kantō, páginas 14 – 19:
http://issuu.com/revista_kanto/docs/revista_kanto_numero_5/13?e=9319317/8587626