VOLVERÉ

Finalmente, hoy es el día de dejar el país… Eso fue lo que pensé cuando volví a pisar el suelo del Jorge Chávez. Yo muy triste y sin la compañía de mis amigos, era una escena completamente diferente a como había sido mi vida en todo este tiempo. Me costaba creer que así se escribiría el final de esta historia iniciada siete años atrás, cuando retorné a Perú para vivir mi vida a mi manera y luchar por mis sueños.

Bajé con el pie derecho de la combi, no sin antes pagar mi pasaje. Una “china” era lo justo para los universitarios y yo, aunque acababa de graduarme hacia poco, aún conservaba mi carné. En una bolsa Cuzqueña llevaba lo necesario: el boleto de avión, mi pasaporte y mi billetera. También traía unos sunglasses para esconderme del sol y de la gente, por si fuera necesario. No llevaré nada de este presente que pronto será mi pasado, me repetía una y otra vez cuando aún me encontraba en mi cuarto, a punto de partir.

Me dirigí deprisa al mostrador de la aerolínea, pasé los primeros controles y me dispuse a entrar a la zona de embarque. Esa zona cuyo angosto pasaje de entrada funciona como una máquina del tiempo porque al atravesarlo, como por arte de magia, te traslada a otro momento y a otro mundo. Iba con prisa. Cambiar de tiempo y de lugar era justo lo que buscaba, lo que necesitaba. Pero cuando llegué a dicha entrada no pude seguir. Algo me detuvo. Una extraña sensación me invadió y comencé a dudar si realmente debía marcharme o no.

Busqué un lugar para meditar. Siempre hay un tiempo para pensar mejor las cosas, me decía a mí mismo. En seguida me dieron ganas de encender un cigarrillo, pero no quise salir a conseguir uno hasta la calle, así que desistí. Ví unos asientos libres entre la tienda donde vendían prendas de alpacas y la tienda de joyas de plata y oro. Me senté ahí y de pronto empezó a sonar una suave melodía de piano proveniente de algún lugar. Al prestar atención y escucharla, no sé por qué, mi maltratado ánimo lo interpretó con profunda melancolía y poco a poco empecé a sentir que me partía en mil pedazos, como si algo empezara a explotar dentro de mí. Las emociones abandonaron mi ser cuando las frecuencias de las partituras entraron en resonancia con mi mente, con mi cuerpo y con mi alma. No pude resistir más y en ese instante me quebré, como muy pocas veces en mi vida. De pronto todo empezaba a girar y me vi envuelto en una tormenta de emociones, vivencia, lugares, personas, caricias…

En aquel momento de confusión vino a mí la imagen de mi abuelo, de aquel día que me esperó en este mismo aeropuerto, la vez que volví a este país, mi país. Aquella vez también regresé para verlo, como se lo había prometido, pero me terminé quedando siete años. Las imágenes se aceleraban y ahí estaba él, contándome sus historias de las guerras civiles, los sucesos de la muerte de Sánchez Cerro, jugando los dados para adivinar un número al cual apostar en los caballos, mientras tomábamos una taza de café en la mesa del comedor. Lo veía nuevamente dándome un fuerte abrazo y felicitándome por mi ingreso a la universidad a la Facultad de Arquitectura y luego cuando conseguí mi primer trabajo en la constructora. Llevándome café en las infinitas amanecidas en las que me desvelé por tener que estudiar. En esas noches, él también estuvo despierto leyendo su periódico, como haciéndome compañía.

En medio de esa tormenta de recuerdos que me sacudía mientras estaba sentado en aquellos sillones del aeropuerto, volvía a verlo y a sentir su último abrazo, su último beso, su último adiós, ese que nos dimos una hora antes de estar aquí, cuando por un instante quedamos contemplándonos el uno al otro. Ambos sabíamos que sería la última vez que nos veríamos. Por eso, luego de abrazarlo con todas mis fuerzas, ya no volví la mirada y salí corriendo a tomar la primera combi que me trajera al aeropuerto.

Las imágenes del pasado me inundaban, de pronto volví a ver esa sonrisa tierna, dulce, bella, la culpable de los momentos más hermosos que he vivido. Recordé aquel día que, sin conocerla, la saludé por primera vez en el paradero del bus y luego cuando las coincidencias de la vida hicieron que nos volviéramos a ver en aquella fiesta que organizó mi amiga. Fiesta en la que te robé el primer beso. Evoqué aquellas épocas cuando echado en el pasto, en los jardines detrás de los pabellones de clase, yo trataba de estudiar algo mientras ella le daba de comer a los venados y ardillas que venían a saludarnos. O cuando los fines de semana nos escapábamos del mundo, sin dirección, sin reloj, a vivir la vida a mil por hora, viviendo y soñando en los rojos atardeceres, delante de las puestas de sol. La nostalgia me sumergía en momentos intensos y volvía recordar aquella vez cuando se malogró el carro en la carretera panamericana y tuvimos que dejarlo para buscar ayuda. Y sin querer llegamos a esa playa recóndita, solitaria, en cuyas aguas y olas a plena luz del sol sentimos que la ropa y la piel comenzaban a estorbarnos. Sin resistirnos nos desnúdamos para unir nuestros cuerpos y nos despojamos de la piel para unir nuestras almas.

Todos los momentos volvían y ahí estábamos juntos haciendo barra por la selección de fútbol en la Copa América. Y aquella vez que sus besos, su respiración, su aliento, me devolvieron la vida, después de caer del bote y que me ahogué. Ahí prometimos nunca separarnos y amarnos eternamente. Así parecía ser, hasta que llegó tu adiós, ese que me cayó de sorpresa el día de nuestra graduación y que nunca entendí, pero tampoco nunca lo reproché. De nuevo volví a sentir tus lágrimas y nuestro último abrazo, íbamos a partir a una nueva vida el día de hoy, pero ella decidió no viajar. No hay nada más que yo pueda hacer… lo di todo y ella lo sabe muy bien.

La hora de abordar el avión llegaba y yo no podía levantarme. No encontraba consuelo ni razones para tomar el avión o no hacerlo. El torbellino de las vivencias de estos siete años me sacudían con fuerza y yo no podía ver una luz que me hiciera despertar. De pronto recordé a mis amigos, a los que no avisé que me iba para no involucrarlos en una triste despedida. Siempre les compartí todo de mí: mis alegrías, mis locuras, mis borracheras, mis éxitos, mis fracasos; pero no quise dejarles este día de regalo.

Tuve suerte de hacer buenos amigos, como aquel que encontré cuando nos preparábamos para postular a la universidad. Desde entonces anduvimos juntos estudiando de amanecida, cuando se trataba de mirar la vida a través de una botella o recorriendo el país. Su casa era mi casa y la mía la de él, su familia llegó a suplir la ausencia de la mía. Con él nos escondimos del mundo por unas largas semanas, por las represalias que tomaron sobre nosotros por participar en una protesta en contra de la dictadura. Nunca olvidaré que en el día de la gran marcha, en medio del gas lacrimógeno, él puso su cuerpo para protegerme de los golpes que caían, o cuando incluso no sé cómo me sacó de entre las olas, aquella vez que me caí del bote y me ahogué.

Aquella vez, el día que me ahogué, también estaba mi amiga… De pronto volvía a recordar la vez que la conocí varios años atrás, cuando ella y cinco gatos más se paseaban por los pabellones de la universidad portando un bombo y un parlante, incitando a los estudiantes a que prestaran más atención a los sucesos de la vida política del país, en plena dictadura. Recordaba que inicialmente yo los enfrente porque hacían mucha bulla y no dejaban estudiar. Fue esa confrontación de argumentos la que dio inicio a una amista pura y sincera. Volvían los recuerdos de aquellas veces cuando nos reuníamos en la madrugada para juntar la basura de la ciudad para luego dejarla donde realmente debía estar: en la casa de los corruptos. O aquella vez en la marcha, cuando atontado y asustado, por las explosiones que sacudían el centro de Lima, no sé cómo hice para sacarla de ese infierno de gases lacrimógenos y ponerla a buen recaudo. Recordaba a mi amiga aquella vez que organizó esa fiesta, donde el destino hizo que me reencontrara con la chica que me flechó en el paradero del bus… Mi queridos y locos amigos, nada hubiera sido igual sin ustedes.

Continuaba sentado y confundido en este aeropuerto, con mi avión a punto de partir y volvía a sentir el pecho duro como la vez que me ahogué y volvía a sentir la falta de oxígeno como aquella vez en la marcha. Como deseaba que mis amigos vinieran y me sacaran de este torbellino nostálgico que me impedía tomar una decisión que me permitiría seguir. Aunque su presencia no era física, sentía el aliento que me hubieran brindado de estar aquí, de haberlos llamado. Y empecé a recordar que regresé a Perú para ver a mi abuelo, para luchar por mis sueños, para vivir la vida. Y eso fue lo que hice desde el primer momento que volví a pisar este suelo. Hice amigos, vagué por el mar, por la costa, subí a la sierra y llegué a la selva; luché por lo que creí mejor para mi país; hice realidad el sueño de ser arquitecto y me enamoré perdidamente; incluso me di tiempo para morir y volver a la vida. Empecé a trabajar y obtuve experiencia, pero las razones que me motivaron a volver y a luchar por mis sueños me dictan que ahora es el momento de seguir luchando y eso, lamentablemente, me lleva a otro cielo, a otro país. Tenía un plan para este día, pero que no ha salido como hubiera deseado, ni modo, nada es perfecto.

Lo importante es que tengo la oportunidad de continuar con nuevos objetivos, esos que lamentablemente no puedo conseguir aquí, por eso debo marcharme. No debo sentir miedo en cruzar ese pasadizo que me va a trasladar a otro mundo. Debo estar tranquilo porque ya cumplí con todo lo que vine a hacer, con todo lo que me propuse, el tiempo no ha sido en vano. Y aunque nunca volveré a ver a mi abuelo, su recuerdo y su cariño siempre vivirán en mí como testigo de una de las mejores épocas de mi vida. A mis amigos los volveré a ver, tarde o temprano, más maduros seguramente, pero sé que siempre recordaremos con nostalgia esas vivencias que nos unieron para toda la vida. A ella tal vez la vuelva a encontrar o tal vez no… Eso no importa porque siempre tendré algo bonito que recordar y desde lo más profundo de mi corazón deseo que llegue a esa felicidad que tal vez yo no pude brindarle. Ahora es momento de seguir luchando por mí, es el momento de partir. Tal vez era necesario que me quebrara y me soltara de todas las alegrías, tristeza, miedos, antes de comenzar otra vez con una nueva vida.

Aún convaleciente por el torbellino de recuerdos que me invadió, empecé a secar mis lágrimas, me puse los sunglasses, cogí mi bolsa Cuzqueña y me dispuse a ingresar a la zona de embarque. Al hacerlo me dirigí rápidamente hacia la puerta donde estaba el avión que debía abordar. Tropezaba con la gente, personas caminando solas, familias enteras, gente joven, gente mayor, risas, llantos. ¿Por qué se van, qué estarán dejando atrás?, me preguntaba en el camino. Cuando llegué, me di cuenta que yo era el último pasajero en abordar. Verificaron mi boleto y mi pasaporte. Todo estaba listo para ingresar a la manga que conecta con la nave y más decidido que nunca di los primeros pasos para abordar, cuando de pronto, decidí voltear la mirada y desde lo más profundo de mi ser algo me hizo gritar, a todo pulmón, ante la mira atónita de propios y extraños: “Esta vez tengo que partir, pero volveré… ¡escuchan carajo!… volveré”. ♦

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Mi nombre es Raúl Paucar, peruano y nikkei. Empecé a trabajar en Japón desde muy joven, a la edad de quince años. En aquellas épocas, a la hora del almuerzo, junto a otros compatriotas y gente de otros países, escuchábamos diversas historias sobre las razones que hicieron que uno viniera a Japón. Las razones eran distintas, pero las experiencias tenían algo en común… Padres dejando a sus hijos y viceversa. Novios dejando a sus novias y viceversa. En fin, gente dejando gente y una vida en su país de origen, con la esperanza de poder encontrar los medios para “mejorarla” en un país completamente distinto. Después de varias décadas, algunos ya no piensan en regresar, pero otros, a pesar de las bondades y oportunidades que ofrece este hermoso país, aún mantienen la esperanza de volver algún día y terminar de realizar aquello que en su momento no pudieron hacerlo. Esta historia, que es un resumen de todas las historias que escuché desde aquellas épocas, está dedicada a ellos.

(Publicado en la revista digital Kantō número 2, páginas 82 – 85)

Autor: Raúl Paucar

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