Colaboración especial de Alex Neira
Así como el amargo recuerdo que guarda un hombre de una lejana amante no podría ser resultado del número de veces que se acostaron, así también la objetiva devoción que se puede sentir por un escritor no se encuentra regida por el número de obras de él leídas.
Lo digo porque he leído la obra completa de diversos escritores, y por otra parte sé muy bien lo que me hace percibir Haruki Murakami, dentro de lo poco descubierto de sus múltiples «composiciones», y al margen de no querer ir más allá por miedo a no impactarme del mismo modo.
Prefiero volver a unas hojas en especial, que por lo demás me son fundamentales, a las cuales volvería así no quisiera, porque dentro de todo las necesito. La dulce verdad sería esa, ahora que lo pienso mejor. Así sea muy de tarde en tarde, como me ocurre en algunos periodos, igual necesito releer unas páginas de este señor.
«¿Te gustaría tanto Murakami si no fuera japonés?», me preguntó ayer una amiga que me sorprendió leyendo su libro de memorias ¿De qué hablo cuando hablo de correr? en el grass de un parque cercano, justamente mientras pensaba unas líneas sobre este narrador nipón.
Pregunta de entrada estúpida, pero a la cual uno le puede ubicar un sentido, puesto que de todas las culturas bajo los cielos quizá una de las más originales, profundas, desarrolladas, herméticas y excéntricas, sea la japonesa.
Meses atrás leí la correspondencia que mantuvieron hace unos cuantos años dos de mis escritores favoritos vivos, que pese a no sobrecogerme como Murakami los tengo muy en alto, es decir luego de conocer algunos de sus trabajos literarios quedaron en mí unas ideas y emociones que jamás podrían ya dejar de pertenecerme, como si formaran parte de mi interior cual importantísimas experiencias sufridas, a tal punto que ciertos diálogos y pasajes los recuerdo de tanto en tanto sin proponérmelo siquiera, o acaso para recordarlos mejor, con ansias remozadas me veo releyéndolos.
Más que buscar temas de conversación ambos escritores encuentran puntos sobre los que se explayan, con la misma fluidez y naturalidad con que nacen y mueren las olas, pasando de un asunto a otro como se pasa de una avenida a una calle, de una calle a un pasaje, y de un pasaje a otra avenida. Paul Auster hablando de «los deportes» advierte a J. M. Coetzee de que más adelante quisiera expandirse acerca del «placer de la competición», dando a entender desde ya que toma a bien esta práctica: «la intensa concentración que a veces te permite trascender la estrechez de tu propia conciencia, el concepto de pertenencia a un equipo, la importancia de afrontar el fracaso (…)». A lo que Coetzee, después de un cortés «Querido Paul» retornaría en su siguiente carta de manera frontal: «Antes de que me cuentes qué piensas de los placeres de la competición, quiero adelantarme con un comentario preventivo».
Lo que cuenta Coetzee para retratar este tipo de placeres aquí no lo podría pormenorizar, pero la conclusión de su experiencia personal y síntesis de ideas al respecto (el último párrafo de aquella carta) acá está: «No me gustan las formas del deporte que imitan demasiado fielmente a la guerra, en las que lo único que importa es la victoria y la victoria se convierte en una cuestión de vida o muerte, puesto que la guerra carece de gracia. En el fondo de mi mente tengo una visión ideal —y tal vez inventada— de Japón, en la que uno se reprime de infligir la derrota a un oponente porque la derrota es algo vergonzoso y por tanto imponerla también es vergonzoso».
Cuando leí esto me acordé de Murakami, que en ¿De qué hablo cuando hablo de correr? dice: «(…) no me preocupa en exceso si gano o me ganan. Me interesa más ver si soy o no capaz de superar los parámetros que doy por buenos». O como escribe en otra parte: «(…) sea en mi vida cotidiana, sea en el ámbito laboral, competir con los demás no es mi ideal de vida. Tal vez sea una perogrullada, pero el mundo es lo que es porque en él hay gente de todo tipo. Los demás tienen sus valores y llevan una vida conforme a esos valores. Yo también tengo los míos y vivo conforme a ellos».
Su actitud de no competir contra nadie salvo contra sí mismo impregnó no solamente en su oficio de escritor y vida cotidiana, además fue la actitud que asumiría en su relación con el correr: «Para mí, correr, al tiempo que un ejercicio provechoso, ha sido también una metáfora útil. A la par que corría día a día, o a la vez que iba participando en carreras, iba subiendo el listón de los logros y, a base de irlo superando, el que subía era yo. O, al menos, aspirando a superarme, me iba esforzando día a día para conseguirlo. Ni que decir tiene que no soy un gran corredor. Mi nivel es extremadamente corriente (por no decir mediocre, un término quizá más adecuado). Pero eso no es en absoluto importante. Lo importante es ir superándose, aunque sólo sea un poco, con respecto al día anterior. Porque si hay un contrincante al que debes vencer en una carrera de larga distancia, ése no es otro que el tú de ayer».
Por otra parte, coincido con la visión ideal de Japón de Coetzee, y creo también hay miles de millones de personas como yo. El imponer una derrota deportiva es un tipo de humillación, y de paso humilla al actor: esos aires, esas ganas de sobresalir, el rostro exultado a base de gritos de vencedor… cuánta soberbia, egoísmo malsano, vanidad, y tantos otros defectos y mezquindades del alma.
Por lo demás, ¿cuántos artistas practican aerobismo (footing) a tal punto de correr diariamente durante décadas, acostumbrados a participar cada cierto tiempo en maratones que duran más de once horas? ¿Qué escritor podría combinar la composición de sus novelas con horas de horas corriendo?
Haruki Murakami no nació corredor ni fue un deportista precoz, mucho menos descolló desde chiquillo como un talento absoluto de la palabra escrita. Tuvo una vida bastante ordinaria, trabajador de clase media, que salía adelante con la ayuda de su mujer administrando un pequeño bar donde la música de fondo era por lo común jazz. Dormía bien entrada la noche, fumaba tres cajetillas de cigarrillos al día. Siete años vivieron de esta manera, aunque los tres últimos ya dedicándose a escribir (un día mientras disfrutaba de un partido de béisbol tuvo como una luz: decidió que escribiría una novela). Así fue, y luego otra. Pero la vida del bar y la vida del novelista, pese a cumplir con sus metas, lo desgastaba cada vez más (luego de cerrar el lugar y volver a casa recién empezaba a escribir). Le dijo a su mujer precisaba de un par de años, digamos, sabáticos. Debían arriesgarse pues al final si le iba mal eran lo suficientemente jóvenes como para colocar otro pequeño bar en cualquier parte. A poco cambiaron de vida, traspasaron el negocio del bar y empezaron a dormir temprano y despertarse al amanecer. En el otoño de 1981 escribiría su tercera novela, la que por primera vez lo colmaba. En el otoño de 1982, a los 33 años, empezó a correr, abandonando paulatinamente su adicción al cigarrillo y adquiriendo su ciclo vital el hábito de correr así como acostumbrándose a escribir entre tres y cuatro horas —todos los días por sobre todas las cosas.
«Cuando doy una conferencia, subo al estrado tras haberme aprendido de carrerilla todo el texto, de unos treinta o cuarenta minutos, en inglés. Y es que es imposible conectar con el público si uno se limita a leer, punto por punto, lo que lleva escrito. Hay que elegir palabras fonéticamente fáciles de comprender e incorporar también alguna que otra gracia para que el público se relaje. Tengo que intentar transmitir hábilmente a mis interlocutores los rasgos de mi propio carácter. Para que me escuchen, tengo que lograr ponerlos de mi lado, siquiera sea temporalmente. Y, para ello, ensayo una y otra vez mi dicción. Es laborioso. Pero tiene el atractivo de que me enfrento a algo nuevo.
Correr —tengo esa impresión— ayuda a memorizar discursos y cosas similares. Mientras te desplazas con tus piernas puedes ordenar mentalmente las palabras de un modo casi inconsciente. Sopesas el ritmo del texto y evocas el sonido de las palabras. Si tengo la mente ocupada en todo eso, puedo correr largo rato a una velocidad natural y sin forzar la máquina. Lo malo es que, mientras corres hablando para tus adentros, a veces se te escapa sin querer un gesto o un cambio de expresión que desconciertan al corredor que en ese momento viene hacia ti».
He leído varias novelas y cuentos de Murakami (Kafka en la orilla, Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, Sputnik mi amor, o Tokio Blue), en cada una subrayé ciertos párrafos y oraciones, sin embargo con el tiempo regreso únicamente a ¿De qué hablo cuando hablo de correr?, que forma parte de mi ser desde hace tres años, pero que salió al mercado editorial en español en abril del 2010 —si bien originalmente publicado en el 2007 (exactamente hace siete años)—.
Hay historias que nos deslumbran, personalidades que nos cautivan hasta el paroxismo, vidas que nos inquietan más allá de la inquietud misma, o sea que nos estremecen de ternura, sorpresa y admiración, personas únicas pero no por ser simplemente singulares, con un corazón y una forma de pensar en particular, más bien únicas por jamás volver a esperar conocer a alguien parecido, por su peculiar magnetismo. Aseguro, por otra parte, Haruki Murakami es un maestro de la palabra, aunque dejo en claro las sensaciones e ideas que me produce leerlo —leer ciertas hojas escritas por él— van mucho más allá de la maestría expresiva.▲
UN ARTÍCULO DE ALEX NEIRA (pieza que por el momento no será parte de algún libro futuro del autor). Abogado de formación, dedicado a escribir. En abril publicó, después de tantos impasses, su poemario ‘Solo quiero fumar y pensar’, libro con el cual iniciará la editorial Locheros. Actual presidente de la Asociación Civil Cultural Sócrates.
Este artículo fue publicado en la revista Kantō número 8, pp. 34 – 37: bit.ly/1QFncAv