«Siempre he tenido la necesidad de expresarme como también, de moverme, pero más que todo de encontrarme. La fotografía se encajó ‘justito’ en mi vida. Soy una persona muy sociable, pero a la vez, necesito mi espacio y tiempo en la que me introduzco en mi caparazón, ese momento muy mío, lo encuentro en la naturaleza, muy lejos del bullicio y es la cámara que me acompaña. Otro de los momentos es, la de compartir con amigos que tenemos la misma afición y la fotografía es nuestro lenguaje».
Milagros Aguirre Miyasato, peruana, vive en Japón hace 24 años, comenzó a hacer fotos «exactamente» después del terremoto y tsunami del 11 de marzo de 2011 y desde esa fecha dice que está abriendo tímidamente las puertas de la fotografía profesional.
Afirma que no es un pasatiempo, que tiene un propio estilo de vida con ella. No es de las personas que andan fotografiando diariamente a diestra y siniestra por los lugares que va. Para cuando pone el pie fuera de casa, ya tiene un plan para el día. La cámara la lleva cuando reúne todos los factores que implican para hacer una fotografía.
Con las fotografías de naturaleza que ha publicado intenta transmitir que «existe un lugar que siempre nos espera, que nos acoge y reconforta, pero más que todo, nos recicla». Aunque intenta hacer todo tipo de fotos sabe que para cada ocasión se necesita un equipo específico y capacidad técnica. Al principio se movilizaba por muchos lugares pero ahora se está dedicando más a la fotografía de retratos, externa y en estudio, algo más elaborado.
Le fascina el trabajo de Martín Chambi y Sebastião Salgado, manifiesta que de momento es un ser que absorbe todo y sigue a fotógrafos por la web como Joe McNally.
Cuenta anécdotas: «Algo que no voy a olvidar nunca, fue la vez que fui a Jigokudani Yaenkoen a tomar fotos a los macacos fuscata. La nieve se había acumulado días tras días y el camino que tomamos nos conducía por un lugar de apariencia abandonada, con unas tuberías que desplazaban las aguas termales, estas creaban un ambiente de vapores que derretía una fina capa de la nieve acumulada y que, con el ir y venir de los turistas, se convertía en hielo. Había un puentecito que se encontraba en las mismas condiciones, (hielo cubriendo la nieve) que accedía a un servicio higiénico. Patiné y caí estrepitosamente sentada, pero no terminó ahí, me deslicé por medio puente y si no me cogía de las barras, caía al vacío, no conseguía reincorporarme, necesité de ayuda. Muero de miedo hasta ahora. Otra vez fue cuando quise fotografiar una libélula y caí al estanque podrido lleno de renacuajos».
Las fotos que más la han marcado son las que hizo en Fukushima, tres meses después de la tragedia de 2011.
Su gran reto es aprender todo sobre la fotografía analógica, de rollo y carrete.
(La imagen de la portada de la revista Kantō número 8 es parte de una serie de fotos que hizo a su hijo)
Sobre los hijos
«Mientras son pequeños, existe un sinnúmero de medios que nos mantienen en contacto y comunicación, ellos son dependientes. Pero a medida que el tiempo pasa esos lazos que nos mantiene firme del uno al otro se van soltando y desvaneciendo; y mientras uno va ganando su propio espacio, el otro lo va perdiendo sabiendo que aun la tarea no ha terminado. La vida de un hijo es como el pan, después de haber seleccionado los ingredientes y dado forma, los dejamos en la puerta del horno, que debemos cerrar y limitarnos a observar, ver el tiempo en que dura cada etapa y sigilosamente pinchar para que sepan que estamos ahí.
Existe un cordón que nunca consiguieron cortar, siempre habrá un medio de comunicación». ▲
(Publicado en la revista Kantō número 8, pp. 42 – 47: bit.ly/1Saq8T1)