ESCRIBE: EDUARDO AZATO SHIMABUKURO
Como cada mañana, aquel 13 de mayo de 1940, muy temprano, Ryozen y Kamado se preparaban para abrir el cafetín que tenían en el populoso distrito de Barrios Altos. En el interior del mismo local —en el que también vivían—, los pequeños Yoshio, Sumie y Yukio ya estaban jugando, mientras que Michiko, de dos años, aún dormía.
Parecía un día normal, como otros tantos, desde que consiguieron con gran esfuerzo y la ayuda de familiares y amigos —inmigrantes como ellos—, abrir su propio negocio. Tras años de trabajar para otros, las cosas por fin empezaban a mejorar, se habían hecho de clientela y, de continuar así, los años venideros se presentaban auspiciosos. Fue una buena idea dejar Okinawa y venirse al Perú, tener hijos, echar raíces, pensaban. El retorno al Japón ya no era para tomarse en cuenta. Se sentían bien allí.
Horas después, aquel mismo 13 de mayo de 1940, por la noche, a Ryozen y Kamado sólo les quedaría lo que llevaban puesto, cinco niños asustados y un futuro incierto.
Fueron salvados de la turba violenta que ingresó a su pequeño negocio a robar y destruir, gracias a una vecina solidaria, que los hizo salir por la trastienda y los escondió en su casa. Nunca entendieron las razones del saqueo, el por qué de tanto odio. Como tampoco lo entendieron aquellos otros que perdieron todo y debieron protegerse y pasar la noche en las instalaciones de Lima Nikko, el mayor colegio japonés de Lima, que horas antes también fuera asaltado, y posteriormente confiscado.
Un rumor propalado a través de volantes anónimos, días antes, exaltaba a la población a defender el país de los japoneses residentes, bajo la acusación de que se organizaban en instituciones militares que habían adquirido armas de guerra, y que sus negocios fomentaban la desocupación de los peruanos, al contratar sólo a sus familiares y compatriotas. En cuestión de horas, restaurantes, bazares, encomenderías y colegios, fueron atacados.
Jóvenes escolares propiciaron los desmanes contra los comercios de japoneses, y durante el transcurso de la tarde fueron cientos los vándalos que asolaron sus negocios en varias partes de Lima, apedreando vidrieras, ingresando para robar y, en algunos casos, hasta incendiando los locales. La policía apenas hizo algo para impedirlo y sólo al caer del día el gobierno se pronunció condenando los actos, desmintiendo los rumores de que los japoneses planeaban atentar contra la soberanía del país. Demasiado tarde.
Nunca se aclararon los hechos motivados “bajo el influjo de motivos de política interna, sugerencias foráneas o intereses egoístas”, según manifestó el historiador Jorge Basadre en 1979, condenando los excesos anti-japoneses de la época, durante un acto conmemorativo del 80 Aniversario de la Inmigración Japonesa al Perú.
Los Shimabukuro, mis abuelos, también se contaron dentro de las 620 familias damnificadas por el saqueo y las manifestaciones anti-japonesas que tiñeron de vergüenza Lima, en una tarde funesta que tendría correlación un par de años más tarde, cuando con Japón ya en la guerra, y siguiendo consignas estadounidenses, el gobierno de Prado mandó apresar 1771 japoneses y sus familias, para ser enviados a campos de concentración en los Estados Unidos, sospechosos de “ser potencialmente peligrosos”. Los “espías” eran comerciantes, periodistas de los diarios de la colectividad, dirigentes de asociaciones sociales y deportivas, profesores de los colegios japoneses, sus esposas e hijos. Gente común y corriente, como usted o como yo.
SOBRE LAS CENIZAS
Más de 70 años han transcurrido de este hecho, triste, pero que nos deja muchas lecciones. La historia enseña, dicen. Y lo de los japoneses en el Perú tuvo ribetes épicos.
Días de xenofobia que ojalá no vuelvan jamás pero que deben hacerse conocer, para valorar el esfuerzo de quienes nos precedieron, porque son parte de nuestra historia familiar.
La colectividad japonesa curó sus heridas, se levantó de sus cenizas y, reemplazando rencores por mucho trabajo, desprendimiento y sobre todo, unidad, acaba de celebrar con orgullo sus 115 años de presencia en el Perú, trabajando en todos los campos para hacer grande al país. La infatigable apuesta de los inmigrantes por la educación de sus hijos tuvo los frutos esperados. Fueron ellos los encargados de hacer una comunidad que preserva los valores y cultura de sus ancestros, pero decididamente comprometida con el progreso del Perú, su país.
La Obá Kamado, como muchos inmigrantes, contemporáneos suyos que eligieron al Perú como destino, nunca quiso referirse a estos hechos. Era reticente a dar detalles de lo mucho que sufrieron para ganarse honestamente un lugar en la sociedad, de las vicisitudes que pasaron, de las injusticias con las que fueron tratados en esos días. Creo que la ponía triste, ya había pasado esa página de la historia de su vida.
Supongo que le dolía rememorarlo, probablemente en la creencia de que sus hijos y nietos alimentarían un resentimiento hacia su propio país, una tierra que, como inmigrante, ella hizo suya venciendo todo tipo de obstáculos, y en la que Kamado crió prácticamente sola a sus ocho hijos.
Años atrás, como ella, también me volqué a la aventura de vivir en otro país (“estudia nihongo, algún día irás al Japón”, me dijo, profética, alguna vez cuando era niño) pero mi experiencia no se parece en lo mínimo a lo que ella vivió. Como tampoco mi infancia y la de mi hija, tienen similitud con la estrechez con la que vivieron mis padres cuando niños. Es bueno recordarlo cuando uno se acomoda demasiado.
Y mientas escribo esto, recuerdo a la Obá, menudita, siempre sonriente, engriendo con su castellano poblado de acentos a una veintena de nietos bulliciosos, en una de esas tantas reuniones familiares en su casa, que hoy, por cuestiones geográficas, tanto nos costaría repetir.
Sus hijas, mi madre, heredaron mucho de su forma de ser, de modo que siempre la tenía conmigo. Hace poco más de un año, Michiko también partió dejando un vacío en casa, seguramente a reencontrarse con ella.
En vísperas del Día de las Madres, me hubiera gustado que la Obá viviera un poquito más para recibir un beso de los muchos bisnietos que no llegó a conocer y que, estoy seguro, la irían a adorar.
Repetir esas reuniones de antaño que convocarían ahora a una numerosa y “globalizada” familia convertida en una Torre de Babel, comunicándose en idiomas tan disímiles como el propio japonés, el inglés, el portugués, el chino y hasta el chipriota, le divertiría seguramente. Sería su mejor regalo, no lo dudo.
*Obá: abuela
*Nihongo: idioma japonés
25 mayo, 2014
Edu q buen articulo,felicitaciones a Masami y a mi nos gusto mucho.Siempre te seguimos! Slds a todos por alla, ub abrazo juerte a la distancia. GAMBATTE NE!
1 junio, 2014
Un abrazo Marlene y saludos a todos los amigos y familia en LA. Espero que Pepe y Masa también hayan recordado a la Obá a través de esas líneas.
16 diciembre, 2015
Hola , que fue de la panaderia que tenian , o cafetin . EN donde estan ahora. o lo cerraron definitivamente?