Juan el desmesurado

Juan es de esos amigos de toda la vida, que un día dejas de ver y después de treinta años se aparece en tu puerta y se acuerda de cada detalle de infancia y juventud como si hubiera sido ayer. Lo encontré hace una semana en la ciudad donde vivo y donde él reside hace más de 20 años, el tiempo que lleva en Japón. «Sí que el mundo es pequeño —dijo—, como un pañuelo». Pensé: «Por más pañuelo que sea, si te empeñas en vivir en los extremos seguirá siendo igual de grande», pero no respondí, solo sonreí.

Es de esos tipos que viven como si La vida exagerada de Martín Romaña fuera el manual diario de su existir, como si Bryce hubiera escrito la novela pensando en él. Le sucede cada cosa, una más inverosímil que la otra, una vida llena de absurdos, de acontecimientos desmesurados.

Hace poco que ha regresado de Lima, estuvo un mes de vacaciones en el Perú. Como cada viernes, se reúne con los amigos y compañeros de trabajo en el Seven Eleven, cerca de su fábrica, para beber algunas latas de cerveza. Me ha invitado, «para celebrar el reencuentro, para emborracharnos porque me han bajado el sueldo y para apagar las penas del corazón».

Como recuerda que me gusta leer, ha llevado un libro fotocopiado de Jaime Bayly: Yo amo a mi mami. Me lo entrega y miro en su interior, me doy cuenta de que hay varias hojas en blanco, otras tienen impresa solo una parte, como si fuera una versión del libro que se borra mientras lo lees, con tinta que se degrada al pasar las páginas.

Llegué con bastante retraso, en el momento en que Juan se quejaba de Lima y prometía que nunca más volvería. Que le molestaba el ruido infernal, que el tránsito caótico, que la inseguridad ciudadana, que todo cuesta caro, que el centro de la ciudad es una inmensa letrina pública. «Mientras esperaba el cambio de semáforo un carro se subió a la vereda y pasó sobre mi pie. Son unos salvajes —afirma, mientras abre otra lata de cerveza—, ni que decir de los amigos, apenas se enteran de que has llegado ya quieren que los invites a comer y a tomar y que uno pague la cuenta. No, no, no, así no es». Como sus acompañantes no querían compadecerlo, uno a uno va poniendo una excusa para retirarse. Al final nos quedamos los dos.

Le digo que no me gusta beber así en la vía pública, que mejor nos vamos a otro sitio. «Claro, siempre tú, tan correcto». Y me da una palmada en el brazo. «Caminando a unos quince minutos está el río —dice—, vamos para allá». Entra a la tienda y compra dos paquetes de seis latas de cerveza en cada uno. En el camino hablamos del trabajo, del clima.

«Ah, carajo, la vida es una completa mierda», comenta, mientras nos sentamos sobre unas piedras. «¿Te acuerdas de mi mujer? —me pregunta—. Cuando he vuelto se ha ido de la casa, dice que en ese mes que no he estado ha aprendido a vivir sola y que ya no me necesita». No sé que decir. Tras una pausa pregunto cómo se siente. Me mira, bebe más cerveza, lanza un suspiro y responde: «¿Te acuerdas cuando en el colegio me escribías las cartas de amor para ella?» Claro, como no recordar las cartas y los poemas que le escribía a la China en nombre de Juan. «La China ha sido la única —confiesa—, pero así es la vida hermanón». Del bolsillo saca su iPhone y sintoniza radio Felicidad. «Para alegrar la noche». Los acordes de una guitarra que destripan el alma rompe el mágico arrullo del río y una voz canta ese valsecito criollo:

 

Dónde se duermen tus ojos chinitos
cariño bonito por dónde andarás
siento que vienen tus pies chiquititos
cariño bonito cuándo volverás…

 

Nos ponemos al día con las historias de nuestras vidas. Recordamos tiempos compartidos de niños y adolescentes, el barrio, el colegio, los domingos que íbamos a misa solo para ver chicas. Ya hemos acabado las seis primeras latas de cerveza de medio litro cada una. Le digo que quiero ir al baño, si es que no hay alguno cerca, en el parque que está al lado de donde estamos. «Orina en el río, compadre». «No, no, está bien. Puedo espera». «¡No jodas Chino!, nadie te va a ver».

Me cuenta que una vez, estando ya en Japón, compró entradas para ver la final de la Recopa Sudamericana de Fútbol entre los equipos Colo Colo de Chile y el brasileño Cruzeiro. Cuando fue al estadio de fútbol de Yokohama le dijeron que ese partido se estaba jugando pero a 400 kilómetros de ahí, en Kobe. «Otro día, fui a la embajada gringa en Tokio, para solicitar visa porque queríamos ir a Miami y casi termino preso. Seguí todo el procedimiento de seguridad para entrar y cuando pasé por la máquina detectora de metales se activó la alarma, me hicieron quitar los zapatos, las medias. Pasé dos veces más y seguía saltando la alarma. Salieron unos marines, me apuntaban con sus armas. Vino una mujer y me revisó con un aparato de mano, en mis bolsillos del pantalón se habían quedado unas monedas». Él se ríe, le hago coro con una estruendosa carcajada.

Nos quedamos en silencio. De súbito se pone de pie y dice: «Tengo que mear, ¿no vienes?», y baja hacia el borde del río. Muy al estilo de Martín Romaña le respondo: «Espérate que yo también bajo, que ningún peruano mea solo, compadre, meemos en este río de mierda».

Autor: Kike Saiki

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