El beso de la luna*

Colaboración especial de Pablo Lores Kanto.

No puedo ver sufrir a la gente. El dolor ajeno me perturba y me conmueve. Y más si las lágrimas provienen de una mujer. Por eso, su pedido no me pareció descabellado. Raro, extraño, disparatado sí, pero descabellado no. Ocurrió durante el almuerzo, en el restaurante que está al frente de la oficina.

—Hola —me dijo—, ¿sabes quién soy?
—La chica de archivo —respondí sin quitar la vista de la carta del menú. Ella sonrió.
—Caray, pensé que no te habias fijado en mí, que no existía para ti.
—¿Por qué lo dices?
—Porque soy fea, muy fea. Demasiado fea.

Ella interpretó mi silencio como una reafirmación del pobre concepto que ella tenía de sí misma. Algo que no puede rebatir porque era cierto. Era ella un poema a la redondez, una esfera, una Luna con gafas, espinillas y frenillos en los dientes. La capa de grasa en la que estaba envuelta mantenía tersa su piel y no aparentaba los recién cumplidos treinta y tres años.

—¿Me puedo sentar?
—¡Por supuesto! —respondí con lerda cortesía.
—Vaya, qué gentil eres —lo dijo con sorna.

Dispuesto a lavar esa descortesía, decidí invitarla.

—¿Almorzamos?
—¡Ya que insistes! —se alegró.
—¿Qué te apetece?

Ella me miró con mucho aplomo y respondió.

—¡Tu semen!

Me han pedido muchas cosas los amigos e incluso los extraños: el préstamo de un libro, dinero, una corbata, mi coche, pagar una ronda de cerveza, ser testigo de un matrimonio o padrino de un bautismo, pero que me pidan semen, ¡nunca!

—¿Estas bromeando? —le dije.
—De ninguna manera —respondió ella—. Yo no juego con la gente.
—¿Para que quieres mi semen?
—Para hacer yogur, no.

De pronto se apareció el mozo. Ella pidió un Lomo Saltado y yo Mondonguito a la Italiana. De entrada Papa a la Huancaína y Cebiche además de dos Cristal bien heladas.

—Mira —me dijo la encargada del Archivo— el próximo año cumplo treinta y cuatro. Eso quiere decir que me estoy haciendo irremediablemente vieja. Vieja y fea. Y cada año seré más vieja y más fea. Ya estoy resignada a mi suerte. A estas alturas ya no creo que un Principe Azul venga y me toque la puerta para probar si soy la Cenicienta del zapatito de cristal.

Llenó su vaso de cerveza y también el mío.

—¡Salud! —brindó la encargada de Archivo, chocamos los vasos y continuó con su perorata. Hace diez años entré en la empresa y desde la primera vez que te vi, me dije, este hombre tiene que ser mío. Pero, claro, nunca te fijaste en mi. ¡Soy tan fea!… Enamorabas a todas las chicas menos a mí. ¡Oh, Dios, no sabes lo que me has hecho, ni el dolor que me has causado! Sólo verte en manos de otra, en los labios de otra e imaginarte en la cama de otra. No sabes cuánto lloré el día que te casaste y la borrachera que me metí la noche de tu luna de miel. Si alguien te ha amado con toda el alma esa, esa he sido yo. Y sólo ahora he reunido un poco de valor para decirte que te amo y que sino puedo tenerte, por lo menos quisiera tener un hijo tuyo. Y para eso necesito tu semen.
—¿Estas loca? —atiné en decir.
—Pero de amor —respondió ella y se echó a llorar con mucha baba y moco. Y por supuesto, yo no puedo ver llorar a una mujer.

Ablandados por la cerveza dejamos el restaurante. Tomé la tarde libre y ella, premeditadamente, había pedido permiso con varios días de antelación. Abordamos un taxi y nos dirigimos hacia su casa. En el camino me prometió que nunca me haría problema. Nada de juicios de paternidad, de alimentos ni otros reproches semejantes.

Vivía sola en un callejón de La Victoria, muy cerca de la Plaza Manco Capac, en la última puerta al final del corredor. Llegamos a ella después de sortear un montón de niños rapaces y eludir otro montón de ropa tendida en unas cuerdas.

Era una vivienda compuesta por tres habitaciones: sala-comedor, cocina y dormitorio. Un cuadro, con la pintura de un Cristo agónico con las manos abiertas y el corazón inflamado, dominaba la sala. Fue al refrigerador y destapó una cerveza. Para relajarnos, me dijo. Luego se metió en su habitación y al rato volvió con varios pomos, tubos de ensayos, corchos y otros recipientes de vidrio. Ella estaba muy excitada y por supuesto, radiaba de dicha. Hasta me pareció oírla silbar la Macarena de lo alegre que estaba. La única condición que puse fue que no haríamos el amor. Y por supuesto que retirara la pintura de Cristo de la pared.

—Una amiga médico de la Facultad de Medicina de San Fernando ya me dio todas las instrucciones del caso. Tú —me dijo ella—, estate quieto y relajado.
—¿Cómo lo vas a hacer? —le pregunté.
—Como lo hacen los choferes que se quedan sin gasolina en la carretera. ¿No meten una manguera en el tanque y succionan y succionan hasta que fluye la gasolina? Bueno, algo parecido es lo que haremos si me lo permites. ¿Te lo puedes sacar? Si te da verguenza, cierro los ojos.

Yo me lo saqué y se lo di, y ella lo tomó entre sus manos con mucha ternura. Fue tan fácil y tan tierno que le dije a ella al concluir que había sido como recibir un beso de la Luna.

De aquello ha pasado ya diecinueve años. No tengo ni idea si salió embarazada. Tampoco me inquieta averiguarlo. Sólo sé que cuando hay noche de Luna pienso en ella. Y esta noche hay luna llena.▲

*Cuento publicado en la revista Narrativas, número 3 (2006), revista de narrativa contemporánea en castellano.

Autor: Kantō - Redacción

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