Cuento
Por Álvaro Del Castillo
La tarde repentinamente cambió de aire, Manuel entusiasmado por los acontecimientos volvió a mirar y encontró los mismos ojos, pero los encontró llenos de novedades, solícitos, tocando la puerta del deseo, y chispeando de emociones. Un cúmulo de sensaciones que llenaban el bordillo de la acera lo alejaba del mundo y de la realidad. En esos instantes la claridad azul de la tarde se confundía con el rojo encendido que empezaba a golpear su estómago y su pecho. Sus manos se tensaron y apretaron la mochila que llevaba, y se percató que la mochila molestaba y estaba allí para impedirle manifestar su voluntad, recordó que allí llevaba sus compras recientes, pero en esos momentos repentinamente habían perdido su valor.
Casi no tuvo tiempo para pensar, todo era como si estuviera en piloto automático y respondiera igualmente en automático a las sensaciones y gestos. El mundo se convirtió en noche y todo desapareció bajo las aguas cálidas y suaves de las miradas. Ya no era un reto, menos una intención, era un pedido con toda las formalidades del caso, acompañado por las banderas alegres del golpe rítmico de su pecho.
Las miradas se cruzaron nuevamente y la chica japonesa, agitó las alas negras de su mirada con una mezcla de pudor, pero de aceptación cálida. Y cuando se dio cuenta ya la estaba besando, tiernamente al principio, temeroso de que el sueño se vaya volando con los minutos o le toque la puerta de la ilusión el infortunio. Despacio y con desesperación después, intentando agarrarse a la cornisa de la ventana de sus deseos e incredulidades. El mundo se detuvo, los semáforos, la calle, el tiempo. Agitó la cabeza buscando el aire para que llegue más oxigeno a sus pulmones, entre la agitación de la emoción y del desconcierto, se percató de que la chica no era tan baja como había pensado. Quiso sonreír pero no pudo porque los labios suaves y firmes se lo impedían y eso lo hizo sentirse repentinamente más feliz.
El día anterior la había conocido, era sábado porque en medio de varias casualidades la jornada de trabajo se había suspendido y aprovechó para salir a dar un par de vueltas por Yokohama y mirar unas zapatillas. Tomó el tren, el Sotesu sen, lleno de pasajeros y al bajar se tropezó con el bolso incómodo de una pasajera que le obstruía la salida. Esperó, pero como era inútil intentó salir por otro lado, pero la chica también hizo un movimiento similar y se toparon ambos con su incomodidad. Se detuvo, y al ver la turbación de la chica se ofreció a ayudarla con el bolso y la mochila que estaban enredados. Después, todo fue rápido, las disculpas mutuas, tras varias agachadas de cabeza de ella, le permitió observarla mejor y le pareció simpática. Por más que insistió, la chica no aceptó su ayuda con los bultos, pero si le permitió continuar con la conversa, y salieron juntos.
“¿Qué raras son estas japonesas? —pensó—. Sí puedo ayudarle con todo gusto. Pero no creo que ella piense que le voy a robar algo. Los japoneses no son tan desconfiados, pero no aceptan con facilidad la ayuda de un desconocido”.
Se llamaba Kumiko, vivía a una estación de donde él vivía y no sabía ni jota de español. Y de Perú lo único que podía identificar era Machu Picchu, se lo dijo con una mirada donde pudo ver a la rápida un poco de coquetería y de curiosidad. Lo único malo era que ella estaba yendo a trabajar a una tienda de ropa. Se alegró de lo poco de japonés que había podido aprender “a la guerra” en la fábrica, con los japoneses, en el apresuramiento del trabajo y en los efluvios bulliciosos de los bares. Se dio cuenta que no tenía muchas esperanzas de vida la conversación, que tenia que decirle rápido para verse después, encontrarse, poder hablar, con más calma y sin que lo comenzaran a atormentar los gusanos temibles de la duda sobre que palabra usar, dónde, cómo, cuándo, en fin, cómo decirle sin ser molesto algo tan simple:
—¿Podemos vernos mañana?
Fue ella la que vino a sacarlo del desasosiego, lanzándole el salvavidas alegre de la petición. Mañana ella iría de compras, ¿podían ir a comprar? Si el caballero no tenía otra cosa que hacer. Lo entendió clarito, muy clarito, no tuvo ninguna duda sobre las palabras que ella dijo con unas palabras cantarinas que salpicaron en sus oídos y su rostro sorprendido. Fue la sorpresa del ofrecimiento lo que lo paralizó, turbó un poco y casi echa todo a perder. Nuevamente fue ella quien vino en su ayuda y le preguntó más despacio si entendía lo que le decía. Atropelladamente le contestó:
—Sí, sooudesune, yes, haii, claro. Sííi.
La risa saltarina de ella se desparramó por la acera y para no dejarla sola él también sonrío y se rió con ganas, con la satisfacción de poder entender lo que pasaba. Eso le permitió ganar unos minutos más y acordar el lugar y la hora. Haciendo eternas las dos cuadras que pudo acompañarla. Y para que no vayan a existir confusiones intercambiaron los números de celular. Ni que decir que el resto de la tarde la pasó entre recuerdos e intentos de recomponer todos los minutos que había pasado con la chica, intentar acomodar la realidad a su sueño y mirar despreocupado el caminar apresurado de las personas. No supo explicarse bien a que había llegado a Yokohama y se dejó llevar por los caminos desordenados de la confusión. Se perdió en el tumulto de gente que a esa hora llenaba las calles y los edificios de los grandes almacenes. Por la noche, ya en el sosiego de su apartamento, las horas se le hacían interminables, saboreaba la tercera lata de cerveza y miraba a cada momento la pantalla de su celular.
Al día siguiente, la encontró menuda, más amable y bonita en una esquina de la estación de tren. Él había llegado media hora antes y aprovechó para desgranar su ansiedad y tratar de calamar el nudo que cada momento le apretaba la garganta, paseando por los alrededores y mirando el ir y venir de las gentes. Ella llego casi puntual. Sabia perfectamente que hacer y por donde empezar, le gustó su desenvoltura mañanera, había olvidado por completo su timidez del día anterior. Fueron de compras a unos almacenes llamados “Ito-Yokado”, se aprovisionaron en la sección de alimentos, miraron todo el piso de ropa. Se sorprendió descubrir, ayudado por la chica, la infinidad de detalles que por su desconocimiento del idioma ignoraba. La calidad con el precio como en todas partes iban de la mano. Las características de algunos productos, la conveniencia de algunos y por qué desechar otros. Comieron en un restaurante de comida japonesa y por primera vez también probó “Shabu Shabu” que ni en sus noches más entusiastas se hubiera imaginado un plato de comida de carne cruda en tiritas con ese nombre. Le gustó todo lo que el día iba descubriendo para él. Y estaba ya muy convencido con toda sinceridad de que la vida no solo era bella, sino que valía la pena vivirla.
A media tarde se encontró con la grata noticia de la felicidad. Quiso decírselo, pero no encontró las palabras y allí se dio cuenta que todo ese tiempo, salvo unos cuantos tropezones, habían conversado de lo más bien y que el idioma no era una barrera sino un incentivo para superarlo, un reto, que cada vez se hacia más agradable porque los motivaba a buscarse y a encontrarse en medio de las risas.
Cómo decirle a una chica japonesa a quien recién la conozco, que la estoy pasando muy bien. Que estoy de acuerdo en comprar las cosas baratas pero sin desechar las más caras por eso de la calidad. Una chica que cada vez que acierta en la comunicación agita las olas suaves de su pelo negro en medio del salvavidas blanco de su sonrisa, y siento que estoy atendido como nunca lo había estado. ¿O tal vez era solo mi ilusión?
No supo cuánto tiempo había pasado, era imposible saberlo, en medio de la confusión de los besos, la euforia del descubrirse mutuamente y la novedad, hacía que se chocaran continuamente los rostros y el fuego del deseo empezó a desbocarse por las manos y a buscarse afanosamente, cada vez con mayor complicidad. Kumiko besaba largo y tendido, le gustaba morder los labios. De la sorpresa paso un poco al dolor, pero lo compensó con sentir la calidez de su cuerpo. No hubo lugar tampoco para las palabras, no eran necesarias. Y por parte de Manuel tampoco hubiera podido saber que decirle, porque simplemente no encontraba las palabras en el idioma japonés lo que pensaba en castellano muy confusamente. En medio de la euforia, de la sorpresa pasó al encanto de la exploración y el descubrimiento. Con un entusiasmo que ya no tenía descansos.
Al despertar de su sueño, pudo asomarse a la orilla alegre de su encanto y se percató que no, que no era de noche, que el mundo continuaba impertérrito, impasible y caminaba apresurado muy cerca de ellos, e incluso parecía que no los miraban, pero desde luego no eran invisibles para nadie y hasta se le ocurrió que algunos se habían no solo detenido a observar sino a opinar como el fuego de la pasión los había levantado y arropado sin pedir permiso. Protegidos solamente por una de las columnas del amplio pórtico principal de entrada a la inmensa tienda. Porque el amor les había abrazado, allí en la puerta principal del edificio de la tienda y ahora que hacia esfuerzos por despertarse se iba dando cuenta lentamente que se habían convertido en toda una atracción para los sorprendidos japoneses, pocos acostumbrados a ver las manifestaciones íntimas de las personas.
Y no supo como decirle a Kumiko que todo estaba bien, okay, pero debían de salir como sea del parque florido de sus deseos, porque esas miradas irónicas y cómplices podían por allí volverse severas y duras, aunque a la chica le costaba bajarse del árbol de sus sueños. ♦
(Publicado en la revista digital Kantō número 2, páginas 28 – 31)