La rebelde Catita

Relato
Autor invitado: Iván Adrianzen Sandoval

Catita,  pronto cumplirá 91 años, ella es la madre de mi amigo de la infancia  “El Perro”, la conozco desde hace mucho, siempre admiré su garbo y presencia, y a pesar de que es pequeña, su sola presencia inspira respeto. Siempre con su peinado a la moda que no disimula su pelo blanco, exquisitamente vestida y pulcramente maquillada, ella es un espíritu rebelde, y  a pesar de sus años, mantiene una sorprendente lucidez  y una gran elocuencia en sus respuestas, aunque a veces le falla la memoria.

—Señora buenos días ¿Se acuerda de mí? —saludo al llegar a su casa y ella me mira fijamente desde su silla…
—Claro, tú eras el que le pegaba a mi hijo en el colegio —me dice con fija mirada, como penetrando el pensamiento de quien le habla.
—No señora, yo lo defendía, el que le pegaba era Montes, el ratero… yo soy Iván…
—Verdad ¿no? Anda David, sírveme una copa de vino, que tu amigo es un ridículo… no quiere darme más —y yo que no aguanto la risa.

Catita aún se levanta temprano, a las cuatro o cinco de la madrugada, dice que a preparar el desayuno y cocinar, para que los niños vayan a la escuela, no sin antes arreglarse y acicalarse, en realidad no ayuda ni hace nada, pero se baja a la cocina igual,  lo que preocupa al Perro, porque puede rodarse las escaleras. Por precaución han colocado una alarma con sensor de movimiento en la puerta de Catita. A la semana cinco o seis veces suena la sirena, levantando a todos, y con ella dando siempre  la misma respuesta.

—¡Mamá! ¿Adónde vas? —grita el Perro desde el segundo piso a la sorprendida Catita.
—Adonde voy pues hijo, a preparar el desayuno para que vayas al trabajo… —dice sin mirarle desde el descanso de la escalera, cuando intenta bajar otro peldaño.
—Pero mamá, son las cinco y eso lo hace María más tarde —contesta el Perro, fastidiado.
—!Uyy…! es tarde. Esa chica quema hasta el agua, déjame holgazán, vete a dormir que luego llegas tarde  —y baja ágilmente a pesar de sus años.

Ella suele contestar el teléfono,  pese a que le han pedido que no lo haga,  lo que angustia al Perro, porque  Catita habla por demás.

—Sí, buenos días…
—Señora  Cata, ¿está mi amigo querido?
—Hola, Francisco, ¿cómo estás?… —contesta ella no muy segura de reconocerlo.
—Señora soy Pedro —dicen al otro lado.
—Bueno tu amigo no está —sigue ella, ignorando la corrección—, se ha ido a la playa del sur, esa que está de moda,  Asia se llama creo. En su auto nuevo, porque sabrás que se compró uno nuevo y el que tenía se lo dejó a la esposa, que vendió el suyo.  El dice que se va con la esposa y los hijos pero yo sé que se van también con los amigotes esos del colegio, que toman más que los vikingos y no compran nada. Y claro, como él tiene un buen trabajo, ¿porqué sabes donde trabaja?… Pero eso si, a mí no me lleva porque sabe que si voy no les voy a permitir los excesos a los que están acostumbrados y los malos ejemplos delante de mis nietos, figúrate que…

Y continua hasta que se da cuenta luego de unos segundos que al otro lado del teléfono solo suena un pitido…

—¿Me colgó?… Seguro que es uno de esos marranos…

Pero otras veces suceden cosas que preocupan al Perro.

—Señora Catita la llaman al teléfono…
—¿Y quién es hija? —pregunta mientras camina lentamente hasta el mismo.
—Preguntaron por la señora dicen que es urgente —le dice María.
—¿Aló?¿Quién habla?…
—Señora, buenos días, mire le estoy llamando desde el aeropuerto, su hijo a estado por aquí, creo que iba a salir de viaje, pero él ha tenido un problema… —hablaba apresuradamente la voz que ella no identificaba.
—¿Y quién eres? Dime…
—Le digo que llamo desde el aeropuerto… —dice la voz con aprehensión y nerviosismo.
—¿Tú eres Carlos, el hijo de Francisco?
—… —un segundo de silencio—. Si tía, ¿cómo estás?
—Hijo dime ¿qué te pasa?…

Y la voz le cuenta una historia, que termina en doce mil soles que deben ser depositados en una cuenta bancaria y con Catita preocupada, y presurosa por hacer la transferencia. María que no puede impedir que ella se mude de ropa con la intención de dirigirse al banco más cercano, llama al Perro y le cuenta lo sucedido.

—Mamá ¿qué pasa?…
—Nada hijo, tu primo Carlos que ha llamado, que dice que tú tienes un problema… —cuenta nerviosa la pobre Catita—, ¿qué haces en el aeropuerto? —pregunta de pronto.
—Mamá, todo es mentira, te han querido estafar, no contestes el teléfono, ni hables con nadie más —dice con paciencia el hijo.
—¿Me crees tonta? —contesta Catita, entendiendo por fin lo que ha sucedido y no reconociendo que estaba en un error —, seré vieja, pero no cojuda —agrega y cuelga indignada.

Catita, dice que ella es añeja, no vieja, que como el buen vino los años acrecientan su valor y yo le creo. Se niega a reconocer que muchas veces su memoria falla y que a veces confunde los rostros y las fechas, sin embargo sus historias deleitan a sus nietos y a quienes la escuchan. Percibe lo que sucede a su alrededor  y sus comentarios irónicos lo demuestran y muchas veces dejan sin argumento a sus hijos.

—Mamá vamos a ir al doctor…
—¿Para qué? si no me siento mal… ¿a qué especialista?
—Al neurólogo…
—Neuro… ¿qué? ¿y para qué?

Y a regañadientes sube al coche, haciendo el trayecto en completo silencio.

La intención del Perro y su hermano era ingresar antes a la consulta para poder conversar con el doctor y explicarle lo que a ellos les preocupa. La enfermera les indica que no será posible aquello y que deben ingresar los tres juntos. Cuando lo hacen, el Perro intenta tomar la iniciativa luego de saludar explicándole los antecedentes de su madre, pero el hombre de blanco lo ataja con un ademán seco y dirigiéndose a la pequeña anciana:

—Señora,  buenas tardes. ¿Cómo está? —dice el galeno en voz alta.
—Bien —contesta Catita secamente, sin dejar de mirarle fijamente a los ojos —no grite, no soy sorda.
—Y ¿usted sabe dónde está?…
—Estos de aquí me dijeron que me traían al doctor… porque no creo que usted sea un panadero, por el guardapolvo blanco que lleva —agrega Catita avergonzando a sus hijos.
—Señora soy neurólogo —afirma el especialista conteniendo la risa—, le voy a hacer una serie de preguntas y usted dígame lo primero que viene a su mente ¿me comprende?
—Claro hijo, pregunta.

Y el doctor pregunta y pregunta, ¿sabe con quiénes ha venido? Con mis hijos, ¿Cuántos nietos tiene? Creo que dos o son tres, ¿cuántos años tiene? Un caballero no pregunta eso, ochenta y algo creo, o no sé, ¿en qué han venido? En un taxi, no en el auto de este, dirigiéndose al Perro. ¿Y su esposo en dónde está, recuerda? En el más allá, soy viuda joven y muy seria. Y más y más preguntas que aburrían a Catita.

Finalmente, el doctor concluye el interrogatorio y escribe sobre una hoja, pasados unos minutos tensos dice:

—Yo encuentro a la señora bien, reviso los resultados de las pruebas médicas y físicas y son todas satisfactorias a pesar de su edad. Sin embargo, encuentro que hay una serie de síntomas que son causados por cambios en el funcionamiento del cerebro y estos tienen que ver con la cognición, es decir al acto de pensar, percibir y aprender. Los años que tiene la señora, su envejecimiento,  conducen a un deterioro de las células cerebrales…

Eso no le gustó a la anciana y en ese momento Catita comenzó a mirar de reojo a sus hijos, que también la miraban a ella de la misma manera, preocupados por lo que pudiera decir y hacer.

—Este proceso  provoca fatiga, problemas relacionados con el equilibrio y pérdida de memoria de carácter progresivo, todo este proceso se llama demencia senil…

Cuando escuchó demencia senil, Catita no dijo nada, sus mejillas se ruborizaron, pero guardó silencio, apretando los dientes, mientras el doctor continuaba hablando. Solo de rato en rato  giraba su rostro a uno y otro lado mirándoles inquisitivamente a los ojos, buscando sus miradas, pero ellos no se atrevieron a mirarla. Solo sudaban nerviosamente ya sin escuchar al doctor, más pendientes de la reacción de Catita, quien fue arqueando las cejas más y más, en señal de indignación.

Ya afuera, ambos quisieron ayudar a la anciana a ingresar al ascensor, gesto que ella rechazó, ignorándolos. Luego, al subir al coche se quedó quieta, rígida  y ofendida cuando uno la quiso tomar del antebrazo para subirla al coche. Subió sola y sin ayuda.

En el trayecto no decía nada.

—Mamá… Catita —dijo suavemente el Perro a la anciana que algo murmuraba.

Cuando el hijo acercó el rostro hasta su madre para escuchar mejor, logró entender una sola palabra que repetía.

—Perros… perros… perros… —decía Catita con la mirada fija al frente.

Ninguno le dijo nada más…

Recuerdo que hace aproximadamente seis años, regresé al Perú de visita y un día que había salido a curiosear por donde había vivido, un bus se detuvo a mi lado y reconocí a la señora Catita que bajaba, me apresuré a brindarle la mano educadamente, gesto que aceptó coquetamente.

—Gracias hijo, ya no hay caballeros en este país —dijo.
—Señora soy Iván, estudié con su hijo en el colegio —le dije cortésmente.
—Si te recuerdo, pero hace tiempo que no sé nada de ti, ¿tú ibas a la YMCA con este muchacho loco? —dijo recordando perfectamente.
—Si señora, soy yo —dije—. Pero ahora vivo fuera del país —agregué cuando me acercaba a besar su mejilla.
—¡Ay!.. de las cosas que hacían ustedes dos —dijo y tomándome por sorpresa me sujetó la oreja fuertemente, con una sonrisa malévola y risueña a la vez.
—Si señora, pero cuando éramos chiquillos —contesté entre risas.

Conversamos largamente y luego la acompañé a su casa, disfruté mucho de ese encuentro, de conversar con ella y recordar su filosofía aguerrida y práctica de la vida, esos recuerdos  me transportaron a tiempos que disfruté cuando joven. El escuchar sus comentarios mordaces, sus consejos fríos y resolutivos, te conviene, hazlo… no te conviene, déjalo…  me hacían comprender por qué a mi amigo siempre  le dijimos Perro, él es la imagen de ella, la copia viva de su madre, versión masculina, aumentada con experiencias mundanas que nadie como él conoce, él no habla, él ladra. Por eso siempre será nuestro Perro.

Reflexionando, encuentro que Catita es una joya, como lo es mi madre y mi amigo el buen señor Hugo, ellos son una generación de personas que muchos están olvidando y relegando. Culturas antiguas daban un lugar preferente a los ancianos, ellos eran los patriarcas, los presbíteros. En épocas antiguas decir anciano era sinónimo de sabiduría. Hoy con la rapidez de los tiempos, la pérdida preocupante de valores, la tecnología, la globalización y demás avances hacen que nuestros mayores sean relegados al silencio. Los estamos tratando como un mueble y desaprovechamos su experiencia de vida. Hay tantas Catitas olvidadas…

El día que llegue a los 90 años, espero tener la lucidez de mi madre, de Catita,  a quien admiro y de muchos ancianos a quienes respeto tanto.

Termino este relato, con prontitud, pues Catita me espera para ir a misa, y no le gusta llegar tarde, seguro ya esta esperándome lista y arreglada, sentada en la sala desesperando a mi amigo el Perro. ▲


Publicado en la revista Kantō número 6:
http://issuu.com/revista_kanto/docs/revista_kanto_n6/47?e=0

Autor: Kantō - Redacción

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