La forma de las cosas (cuento)

Colaboración especial de Rafael Reyes-Ruíz, este relato será parte del segundo libro que prepara el autor: «Cruce de caminos».

la forma de las cosas

Llegué a la oficina de Ogawa como a eso de las seis y media, un poco preocupado porque había dejado mi trabajo a medias y tendría que madrugar la mañana siguiente para terminarlo. Tan pronto me vio, Ogawa me indicó que tomara asiento, y continuó poniendo los papeles que tenía en su escritorio en varias carpetas que cuidadosamente guardó en su archivador y cerró con llave. Mientras hacia eso hice nuevamente una lista mental de los temas que necesitaba tratar con él esa noche. Ogawa me había invitado a que lo acompañara a una cena de negocios y me había prometido que tendríamos tiempo suficiente para hablar en el trayecto de ida que haríamos a pie, y si fuera necesario, después de la cena, al calor de unas copas. El tema más urgente era mi horario de trabajo, que últimamente sobrepasaba las treinta por semana que habíamos acordado, seguido en importancia por el tipo de trabajo en sí: después de dos años en la compañía haciendo labores que se me ocurrían eran solo piezas en un rompecabezas, no estaba seguro de que se esperaba de mí.

En la calle corría una brusca brisa de otoño con rastros de frío. Después de un preámbulo en que le reiteré a Ogawa que estaba muy agradecido de trabajar con él, le recordé los términos de mi contrato de la manera más diplomática que pude. Ogawa se detuvo por un instante y me dijo que no me preocupara, que él era hombre de su palabra y las horas extras eran por un tiempo limitado, hasta que lográramos nuestro objetivo. Carraspeó un poco y agregó que debería tener paciencia, que las cosas poco a poco tomarían su forma, que en su debido tiempo vería el panorama total. Quise pedirle que me explicara mejor, pero sabía que era inútil; Ogawa me diría lo mismo usando otras palabras o conjurando otra metáfora; ya lo había hecho antes y sospechaba que lo haría de nuevo. Sentí un vahído en mi estómago y no supe que más decir. Ogawa me tenía en sus manos. No estaba en posición para pedir explicaciones o negociar de alguna manera. Roxana estaba embarazada, y aunque su padre nos había enviado una buena suma para ayudarnos con los gastos adicionales —y lo haría otra vez si fuera necesario— dependíamos de mi salario para sobrevivir.

Ogawa extendió su brazo hacia delante para que prosiguiéramos y me dijo que «apreciaba mi comprensión», una frase que usaba con frecuencia en situaciones como esta, y ante la que no podía mas que asentir con la cabeza, más por educación que por otra cosa. Para entonces había anochecido por completo. Me di cuenta que no sabía donde estaba exactamente; que si tuviera que regresar a casa dudaría que camino tomar. El barrio por donde transitábamos era una zona industrial de calles estrechas a la que habíamos entrado después de cruzar un puente sobre un canal, cerca de la estación de Sakuragicho. Ogawa miró su reloj y dijo que debíamos apresurarnos. Después de varias calles donde habían fábricas pequeñas de materiales eléctricos y repuestos automotrices alojadas en construcciones que parecían como barracas militares, llegamos a una calle angosta que desembocaba en un viejo muelle destartalado que parecía abandonado. A la izquierda se veía una antigua y elegante casa de estilo japonés tradicional de madera oscura a la que se llegaba por un sendero de grava bordeado por sauces y cerezos.

A la entrada nos recibió una mujer de edad mediana vestida en un finísimo kimono de seda azul cielo, quien nos condujo silenciosamente a través de un gran salón que estaba casi a oscuras, hasta un comedor con puertas deslizantes de madera pintadas con figuras de komainu, los míticos leones-perros que resguardan la entrada de los templos sintoístas. Cuando la mujer anunció nuestra llegada hubo una conmoción de voces de bienvenida y venias formales. Mi primera impresión fue de que la mayoría de los allí congregados eran burócratas o ejecutivos de empresas, aunque algunos parecían ser sus guardaespaldas. Ogawa insistió que me sentara a su lado y a manera de presentación explicó que yo era su mano derecha en el trabajo, algo que me irritó levemente dadas las circunstancias, pero me imaginé que Ogawa simplemente quería hacer alarde de tener un extranjero en su nómina de trabajo.

La cena resultó ser del elegante estilo kaiseki, cuyo plato principal fue una exquisita sopa de cabeza de pescado seguido por minúsculas porciones de vegetales encurtidos y trozos de diferentes carnes servidas en platillos de varios colores y diseños. Al principio estaba un poco nervioso porque el ambiente se me ocurrió tenso, pero poco a poco, gracias a unos vasos de cerveza que no paraban de servirnos, me sentí mejor y fui entrando en calor. El hombre sentado a mi derecha quien dijo se llamaba Mori tenía una conversación amable, llena de anécdotas divertidas, pero centrada en sus pasatiempos que eran la pesca y la caza, así que no me pude dar una idea de cual era su profesión o negocio. Cuando nos presentamos me dijo que yo le recordaba a un economista libanés con quien había trabajado en un proyecto comercial hacía algunos años y se preguntaba si yo podría ser de la misma familia. Le dije en tono de broma que desafortunadamente no, pero que no descartaba un ancestro de esa parte del mundo. Mori repuso  —también en tono de broma— que entendía, que todo era posible, y me preguntó si creía en la reencarnación, algo que nos llevó a una agradable charla sobre el hinduismo y el budismo.

En algún momento uno de los comensales, un hombre calvo, vestido de blanco, nos pidió que prestáramos atención y dio un pequeño discurso sobre la importancia de las artes tradicionales en un tono monótono y de manera algo solemne y genérica, como lo haría un bibliotecario o un director de museo provincial, y nos invitó a disfrutar de la exhibición de obras de arte en la sala contigua. Mori me dijo que si gustaba me explicaría de que se trataban las obras, que según dijo era de una artista que muy probablemente llegaría a ser famosa.

La mayoría de los trabajos eran xilografías en colores vivos de criaturas míticas, algunas de los cuales tenían forma de reptiles o batracios, y otras de figuras humanas con alas y picos de pájaro. Mori me explicó que algunas de ellas no eran imaginarias sino basadas en retratos dibujados de personas que las habían visto, y comenzó a contarme una anécdota de uno de sus viajes de caza en el los Alpes japoneses, donde había visto un tsuchinoko, una especie de serpiente de colmillos grandes. Mientras Mori hablaba, me percaté de una joven japonesa vestida en un traje de terciopelo verde que nos miraba desde el otro lado del salón. Me pareció que me indicaba que fuera a su lado por la manera como movía la cabeza, como asintiendo a algo que le había pedido con anterioridad. Me sentí inmediatamente atraído por esa mujer, y cuando Mori hizo una pausa para pedirle a un camarero que le trajeran otro trago, me disculpé diciendo que tenía que hacer una llamada telefónica.

La joven me estrechó la mano y me dijo que ya era hora de que nos conociéramos. Sus palabras me dejaron plasmado porque hablaba en español, pronunciando la «c» como en España y de una manera familiar, como si me conociera y estuviera fingiendo que no o haciéndome una broma. Le pregunté que de donde nos conocíamos y ella me dijo que nada de eso, que era la primera vez. La miré detenidamente y se me ocurrió que era alguien que había conocido en otra reunión de negocios con Ogawa. Le mencioné eso y sonrió. Me dijo que éramos de mundos diferentes, y era la primera vez que me veía en el suyo. Ogawa y Mori estaban conversando al otro lado de la sala, pero miraban en nuestra dirección como si ese fuera el tema de su conversación. La mujer me dijo que se llamaba Kyoko y que era bailarina de flamenco, y después agregó que yo tenía una mirada penetrante y soltó una risa corta que me pareció cargada de ironía.

Te contaré de mi vida, me dijo en un tono firme, como si fuera un asunto pendiente entre los dos y se acercó a mí de tal manera que pude sentir su aliento de cigarrillo mentolado. Sentí un deseo repentino de besarla. Me dijo que había estudiado español e historia en la universidad, y que su profesor favorito había sido un portugués que se parecía a mí, y que después de graduarse se había ido a vivir a Sevilla para hacerse bailaora y cantaora, algo que la había hecho descubrir que dentro de su ser habitaba alguien más, que al mismo tiempo era ella. Me dijo que había hecho un aprendizaje con una famosa artista de flamenco, pero que esta había fallecido unos años después y con ella su pasión por esas artes. Me miró a los ojos y me preguntó que si le creía. Le dije que no tenia razón para dudarle y le pedí que me contara porqué había regresado al Japón. Me dijo que no lo sabía en realidad, que así era la vida, en un tono que sonó a disculpa. Después de un corto silencio dijo que era la artista que había hecho esos cuadros y me preguntó si sabía que todos eran de demonios. La felicité por su trabajo y le dije que sí, y que conocía algunos, pero no a los de alas y picos de pájaro y los otros de rostros caras humanos y narices como falos. Me dijo que eran de la misma familia, que solo la forma era diferente. La forma, repitió y después dijo katachi y dibujó con el dedo en el aire el ideograma chino de cuatro rayas, como una casa y al lado tres rayas oblicuas, casi horizontales. Kyoko me preguntó que si entendía y le contesté que sí, que no era complicado, pero no entendí del todo porque era importante mostrarme como se escribía o porqué Ogawa y Mori seguían mirándonos con tanta atención.

Kyoko parecía también alerta a las miradas y comenzó a guiarme por la galería dándome detalles adicionales de los demonios. En algún momento apuró el paso y me dijo que pronto nos haríamos invisibles y llegamos a una puerta que abrió sigilosamente por la que salimos a un patio donde había un jardín de rocas y grava rastrillada, rodeado por una cerca de ladrillo con tejas de adobe terracota. La noche estaba despejada y no se sentía otro ruido más que un leve murmullo del mar en la distancia. Kyoko me tomó la mano para que nos acuclilláramos y me dijo que ese era su sitio favorito, que pasaba allí muchas horas mirando el jardín y el cielo. Quise levantarme pero Kyoko me dijo que esperara, que tenía que fijarme como bailaban los sauces y cerezos detrás de la cerca. Miré los árboles y noté que se mecían pausadamente a un ritmo regular y el espectáculo me dejó absorto por unos instantes. Te voy a mostrar algo más, me dijo, y comenzó a caminar hacia el otro lado del jardín. La seguí sin decir palabra, pero con la sensación de que estaba entrando en una zona de peligro. (Pensé en Roxana, esperándome en casa y en las preguntas que me haría sobre la velada).

Después de tres o cuatro pasos me di cuenta que había una pequeña casa para la ceremonia del té al lado izquierdo del jardín. Kyoko abrió las puertas deslizantes y encendió la lámpara de neón. El recinto tenía piso tatami de paja y no tenía muebles o decoración más que una mesa rectangular con un cenicero en el centro. En la pared vi un tríptico de caligrafía china e inmediatamente me di cuenta y dije en voz alta que era idéntico al que Ogawa me había regalado de navidad el año pasado. Los hice yo, son una especie de lema del club, dijo Kyoko y me preguntó si sabia que querían decir. Le dije que Ogawa me había explicado que se trataba de la atracción sensual, el orgullo, y la resignación, la esencia de lo japonés. Kyoko dijo que Ogawa lo sabía muy bien. Le pregunté cuanto hacia que conocía a Ogawa y ella repuso que toda su vida porque era su único pariente vivo.

Kyoko se sentó de rodillas y encendió un cigarrillo mentolado. Desde donde yo estaba, junto a la puerta, me di cuenta de que era mucho mayor de lo que había pensado y de que su aspecto era algo enfermizo, su rostro muy pálido como una máscara, y una multitud de venitas azules surcaban sus manos y antebrazos. Le pregunté que clase de club era este, que tipo de eventos tenía. Kyoko me miró con una sombra de sonrisa y echando una bocanada de humo me dijo que me volviera a fijar en los cuadros de caligrafía porque allí estaba todo, y que si aun no entendía, que tuviera paciencia, que todo lo entendería con el tiempo. En ese instante sentí un enfado repentino e imposible de disimular y le dije que estaba cansado de los acertijos, que no me acostumbraba a tanta ambigüedad. Kyoko se puso de pie y me dijo que no debía enojarme, que no había pensado que era uno de esos extranjeros que juzga todo como si estuviera en su casa. No repuse nada y sentí un poco de vergüenza por mis malos modales; mi molestia era con Ogawa y no con ella.

Kyoko me miró de soslayo y me dijo que no debía pensar mal de Ogawa, que era un hombre honrado, de corazón puro y buenas intenciones. Me sorprendió que me dijera eso por que era más o menos lo que yo le decía a Roxana cuando ella sugería que Ogawa no era de fiar, que me había engañado y lo seguiría haciendo. Le dije que tenia razón, que ese también era mi juicio, y le pedí que me disculpara. Kyoko sonrió y me dijo que la siguiera de regreso a la casa principal.

Mientras pasábamos por el jardín de piedra sentí que quería estar solo y ordenar mis ideas. Me acuclillé como lo había hecho antes y contemplé las dos rocas en el centro del jardín. La más grande que era un cubo áspero e irregular me pareció como un acantilado inmenso y desolado, y la pequeña, que tenia una forma piramidal pero su ápice me pareció como una especie de reptil prehistórico saliendo de un lago. Kyoko, que se había detenido unos pasos más adelante —también a contemplar el jardín— me dijo en voz baja que regresaba, que nos veríamos más tarde y se fue. Seguí mirando las rocas, absorto con sus formas, y más allá, a los sauces y cerezos que se mecían con el viento. Después de unos minutos me sentí más tranquilo. Divisé en la esquina una puerta de madera; alcancé a distinguir que no tenía candado o cerradura. Decidí salir a la calle por allí y buscar mi camino a casa.


Publicado en la revista Kantō número 8, pp. 24 – 29: bit.ly/1SBPJ8A

Sobre el autor: Rafael Reyes-Ruíz, antropólogo y escritor  colombo-estadounidense, dedicado  al  estudio  de  los  flujos transnacionales entre las Américas y Japón.

En 2014 publicó su primera novela en idioma inglés «The Ruins», sobre un profesor de historia japonesa en una universidad católica en Tokio, quien descubre unos documentos falsos relacionados con la historia del imperio portugués en Asia.  La versión en castellano, «Las ruinas», publicada por Ediciones Alfar de Sevilla, está disponible desde abril del presente año. Este relato será parte del segundo libro que prepara el autor, quien ha revelado su título a esta revista: «Cruce de caminos».

 

Autor: Colaborador

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